Gisela Derpic | VISIÓN
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VISIÓN

Abro la puerta, salgo al patio soleado, después de tanto tiempo. lo veo, sentado de espaldas al astro fulgurante, con su sombrero – eterno – y un libro – eterno – en las manos. Mi padre – eterno.

Levanta su rostro dejando ver lentes de gruesa montura que luce incrustación de tono marfil. Nuestros ojos se encuentran, unen y confunden… inauguran mágicos segundos de arrebato ensortijado en tobogán atemporal disparado directo al corazón.

Mi hijo es parte de la escena. Discreto y silencioso, su enorme figura se hace imperceptible en la amorosa mesura de su compañía al abuelo.

  • ¿Señora? – la voz bilingüe de la fiel amiga, mi delegada en las faenas vitales del hogar – aquí está.

Tomo lo que me ofrece: un bulto alargado de contenido insospechado. Es ligero, liviano, flexible. Lo dejo sobre el suelo y entonces lo abro. Es él, con aquel blue jean, aquella chamarra azul y aquella gorra plana, elegidos para aquella ocasión… la última. Mi sensei – eterno.

Me acerco. constato la plácida expresión de quien ya alcanzó la luz, se hizo parte de ella. Extiendo mis manos hasta las suyas. Están heladas. Las envuelvo con las mías y toco algo distinto. ¡Son lentes de gruesa montura que luce incrustación de tono marfil, iguales a los otros, a los de mi padre!

Me levanto mientras los contemplo, a los dos: de él y de él. Estoy confundida.

  • Póntelos mami – susurra mi hijo.

Abro los ojos. Es de día. Salto del lecho hacia las pesadumbres y cavilaciones de anoche, de tantas noches, apolilladas y redundantes. Me atenaza la pregunta: ¿qué hago?

“Póntelos mami” escucho adentro. Y lo hago.

Claridad… viraje… sosiego.

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