Gisela Derpic | VIDAS Y MUERTES
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VIDAS Y MUERTES

El ataque terrorista de Hamás a Israel y los sucesivos bombardeos israelíes a Gaza han desatado la circulación a raudales de anécdotas y pretextos que tapan los hechos históricos y sus causas, sustentando “la razón” que, como dice el académico mexicano Juan Miguel Zunzunegui, es una prostituta “porque todos la tienen”.  Es que la búsqueda de causas no concluye y las evidencias van trastocando verdades en mentiras y viceversa, como bien saben los historiadores profesionales, quienes diferencian los hechos de lo que se dice sobre ellos. Por eso ceder a la tentación de tomar partido ante la violencia desatada es riesgoso, lleva a identificar a supuestos buenos y malos, del todo y en general, ignorando que la realidad no es en blanco y negro. Peor aún. Lleva a vítores y justificaciones de todo lo que hacen los considerados “buenos”. Lleva al fanatismo. Lo recomendable puede ser sustentar pensamiento propio sobre sucesos tremendos como esta guerra desde la consideración de lo que entra en juego en el fondo cuando algunos “se van a las manos”; esto es, la vida y la muerte.

Dice la RAE que la vida es la “fuerza o actividad esencial mediante la que obra el ser que la posee”, o la “energía de los seres orgánicos”, o el “hecho de estar vivo”, y la muerte es la “cesación o término de la vida”. La vida es el requisito sine qua non de la existencia humana, cuyos misterios ha dilucidado la ciencia en gran parte, permaneciendo velado el de su origen y, por tanto, es legítimo creer que es un don divino, sobrenatural, o no creer. Para quienes son creyentes, sus vidas son don de Dios; para quienes no, son casualidad. En ambos casos, el titular de cada vida es cada quien, con limitaciones respecto de su terminación por decisión propia en el mundo occidental, previéndose sanciones incluso para el intento de suicidio, aunque se abre espacio creciente la legalización de la eutanasia mientras que, en ciertas culturas orientales, el suicidio bajo ciertas circunstancias no solamente es permitido, sino obligatorio.

La vida es un valor protegido por normas penales en todas partes, con diferencias entre unos y otros países con respecto a las excepciones que legalizan asesinatos en ciertos casos, dejando impunes a los terceros que ciegan las vidas de otros, como los “crímenes por honor” vigentes en países islamistas, el aborto sin condiciones reclamado en el mundo occidental y la pena de muerte perviviendo incluso en estados democráticos. Tales excepciones son objeto de debate sin miras de conclusiones definitivas. También hay discrepancias profundas, de muy difícil solución, entre quienes valoran y defienden la vida de todas las personas y quienes aplican una tasa diferenciada según el grado de incomodidad, peligrosidad y maldad atribuido a algunas.

Tenemos derecho a la vida, todas y cada una de las personas. Aprehendido por la razón y el corazón, desde antiguo, probado por la alegría por los nacimientos y cumpleaños y tristeza por las muertes; derecho declarado -ni otorgado ni reconocido- cuando surgieron el Estado y el Derecho Modernos, en tiempos de alumbramiento primicial de la figura del individuo libre e igual a todos los demás en calidad de eje central, punto de inicio y de llegada, contra el abuso de poder. De allí derivan los deberes del Estado de abstenerse de vulnerar la vida y de protegerla de todo riesgo y/o agresión. Fue uno de los puntales que rasgó la oscuridad prolongada en mil años de edad media. No en todas partes ni para siempre, pues las sombras, igual que los ríos, tienden a volver para retomar su lecho antiguo; a veces con menos y a veces con más fuerza; hasta más cerca y más lejos. El derecho a la vida es el primer derecho, la condición indispensable de todos los demás. “Si hay vida hay esperanza” y “sólo la muerte es irreparable” podríamos decir. Cerrando: nadie tiene derecho de matar. La muerte debe llegar sola y nunca en la víspera.

Tal cuestión me vuelve a las palabras de René, hijo mío, médico de profesión, en sobremesa familiar. Él dijo que vivir cada día es un milagro dadas las múltiples posibilidades de suscitarse de improviso y sin causa aparente un fallo imperceptible en alguna parte de nuestro sistema orgánico, ocasionándonos la muerte en apenas segundos o minutos. Esas palabras me impresionaron entonces y lo vuelven a hacer, una y otra vez; no porque sean una primicia insospechada, pues es verdad de Perogrullo aquello del milagro de vivir siendo tan frágil la vida. Me impresionan porque provienen de alguien formado de verdad en el asunto, cuyo tiempo acontece mientras transita por los pasadizos que tejen la delgada, retorcida y difuminada frontera entre la vida y la muerte, gastándose en el esfuerzo de ayudar a los demás a vivir.  A la inversa de los hacedores de la muerte.

Por lo expuesto condeno el irresponsable despojo de unos para dar a otros, toda provocación criminal terrorista y toda reacción brutal. Condeno a todos los Caín y llevo luto por todos los Abel. Lloro por todas las muertes y pido por todas las vidas.

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