Gisela Derpic | TRAYECTOS
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TRAYECTOS

I

Se va colando cual agente de inteligencia de alguna dictadura.  Lo hace con tal experticia que, eso sí, parece haber sido formada por la Staci de la Alemania Oriental, garantía del mejor desempeño en tales subrepticios menesteres (reminiscencia de tiempos idos pujando por volver). Invade con sigilo, sin provocar ruidos ni emanar olores, y se expande por todos los costados de la oficina que acoge precariamente al departamento de la universidad del cual formo parte, hasta tanto los manipuladores de cuerpos muertos entrenando para después dice sanar a los vivos, se abran espacio y sienten soberanía, expulsándonos para arrinconándonos donde mejor quepamos. Sí, a nosotros, miembros de otra estirpe, la de los estudiosos de las ciencias sociales y humanas calificadas por Mario Bunge de pseudociencias -no con poco fundamento-. Donde se pueda, si cabemos en algún lado. No por nada ellos son muchos y rinden más, y eso sí es lo más importante a la hora de la hora, aún si nuestra opción, la de los dueños, dice ser por los pobres. Legítimo, legal y justo. Aunque no nos guste.

Envuelve y penetra las carnes y los huesos, instalándose con cerrojo de doble vuelta asegurando marcar su huella húmeda invisible y, aunque parezca incongruente, indeleble. Otoño con rostro invernal por minutos y horas en dirección a cumplir meses, consecuencia cierta del calor intenso intrusivo ascendiendo por las hendiduras que a la primavera hirieron provocándole las tormentas de lluvias huracanadas y las granizadas de gran tamaño. Con fuerza creciente año tras año, marcando tendencia. Son muchas las voces diciendo se debe a lo que los humanos hacemos; quien sabe sea al contrario, a pesar de lo que hacemos, en demostración silenciosa con evidencia sucesiva y plena de quien manda aquí, para poner en su sitio a la especie ensoberbecida, segura de ser el alfa y omega de todo. Quién sabe si por ambas cosas.

Que los ciegos veamos y los sordos escuchemos. Si podemos, vana ilusión. Pese a los muchos que proclaman con estridencia mirando desde abajo mientras parpadean con artificio, apestando a falsa modestia, que “sólo saben que nada saben”, y es verdad.

Mi última clase de ética fue más llevadera que otras. Para ellos, jóvenes encomendados a mi labor docente, y para mí también. A estas alturas el desafío pedagógico ha tomado las dimensiones portentosas de una reconstrucción de la biblioteca de Alejandría, en alusión frontal a sus muros y a su precioso e incontable contenido. A contramarcha de los intereses de la mayoría de una población estudiantil víctima de la ejecución continuada del delito de hurto de sus potencialidades durante más de una docena de años de “estudio” bajo aplicación reclamada y aplaudida de un sistema de condescendencias que hunde y no promueve; bajo la consigna del menor esfuerzo y la seguridad de un final feliz, de cualquier manera y a cualquier precio en la metamorfosis del derecho a aprender hacia el derecho a aprobar dentro de la  perversión del necesario y aún pendiente humanismo que en ningún caso debería equivaler a la complicidad y al encubrimiento de los fallos de los unos y los otros. De los responsables de enseñar a aprender y de los responsables de lograrlo.

Como pocas veces hoy prevaleció el silencio en el patio convertido en un galpón, una caja de resonancia con cubierta metálica tendida a manera de quitasol y paraguas, atentado flagrante contra la estética y el sosiego. Abrir las ventanas del aula no fue una trampa a la calidad del hecho pedagógico cotidiano, y ni nos desgañitamos ni quedamos mudos, ni fuimos derrotados en el intento de hacernos audibles por encima de las exclamaciones y risas amplificadas al mil por ciento por el tinglado. No tuve que salir como tantas veces, a reclamar a los jóvenes en tiempo de recreación, el elemental sentido de empatía y de ubicación que se supone tienen -tendrían que tener- por ser parte de una población privilegiada estudiando en una universidad.

Como pocas veces, hubo un aprendizaje compartido, pequeño, entre ellos, conmigo, resultado del esfuerzo realizado. Por eso he sentido un extraño gozo que sigo saboreando tantas horas después. Extraña situación la de alguien como yo que no se afana en ganarse afectos sino en dejarse aprovechar en aquello posible de ofrecer a manos llenas, sin riesgo de agotarse: lo sabido por el estudio y la experiencia. Igual con mis hijos que con mis nietos y con los estudiantes. Palabras mayores en tiempos de “gamificación del proceso”, de “placer” como objetivo en palabras de una “asesora académica” perdida entre las nubes densas del postmodernismo sin sospechar siquiera la existencia de tal vocablo y menos de su significado. En tiempos de la conversión de la inclusión y la equidad, en principio y por principio ofertas de oportunidad para la igualdad, en sinónimos de una mediocridad campante abriéndose paso con altanería, mirando por encima del hombro con los ojos cerrados.

El repliegue a las tareas complementarias, en eterna persecución de respuestas siempre inconclusas a preguntas nunca respondidas del todo, de mi labor docente me hace ilusión. Al retomarlas en las horas marginales, renacen en los mismos rescoldos atesorados dentro de los intersticios más íntimos del ser mío, los brotes de la esperanza en lo único que merece la pena tenerla: lo que depende de uno mismo, sin escollos ni pretextos, bajo responsabilidad exclusiva. Enciendo el computador para sumergirme en las aguas profundas y muchas veces, oscuras, atestadas de datos, opiniones, sofismas y falacias, asiéndome con fuerza a la brújula salvadora: mis sentidos y mi razón. Sí. Al final y por ahora, me declaro racionalista y admito como única certeza a la ciencia. Me hago preguntas mientras deambulo sin descanso saltando de una idea a otra, permaneciendo quietamente sentada ante el pequeño escritorio. Busco las respuestas, segura de que serán siempre incompletas, y del sabor a triunfo que inundará mi cuerpo y mi alma cuando las encuentre, apasionada en el camino y en la llegada.

Ese es el sentido de mi vida, decidido en ejercicio de mi soberanía: dejar de saber nada, todo el tiempo. Mirando los objetos de mi interés desde otras perspectivas, rindiéndome a nuevas interpelaciones para entonces admitir errores, casi todos muy viejos, en práctica reiterada de retro e introspectiva desafiantes. Gozando recorrer el camino de rectificación y, como no, de resarcimiento de los daños producidos, en abierta provocación al escándalo a los intolerantes perfectos, esos dueños de la verdad eterna, jueces supremos sin jurisdicción ni competencia, verdaderos usurpadores de conciencia. Sin llevar mi reacción por ello más allá de unos minutos de indignación por la falta de integridad de los autoproclamados demócratas e incluso, exceso brutal, propietarios del anarquismo. Yo seguiré buscando los fragmentos de la verdad, por convicción, por vocación y, habré de admitirlo, por vicio. En actitud maniática y achacosa y, sin embargo, con hálito de juventud perenne. Será que ese es el secreto para no envejecer de golpe que me legaron dos jóvenes ancianos que encontré en recodos imprevistos de los senderos transitados en mi existencia, uno tan cercano y otro, de muy lejos.

Este año domicilié mis preguntas en el derecho penal, esa rama jurídica política por excelencia. Me mantendré allí hasta que las condiciones materiales de mi estancia física en la sede de mis funciones laborales me reduzcan a la “atención al cliente”, porque para trabajar en serio con la cabeza al menos se requiere algo de reserva y bienhechor silencio, y en oficina compartida entre tres, cuando uno de los cuales se encarga de absolver cuanta duda inverosímil atenaza a los milenials ante su incompetencia para aprender el básico manejo de los servicios digitales, tal condición es imposible. Peor aún si tal espacio es además el paso obligado al despacho de la autoridad principal del departamento. Todo se reduce a contestar al teléfono y distraer a los desesperados estudiantes y demás deudos cuando el asistente no asiste, por la razón que sea.

Mientras puedo aún intentar honrar mi afán investigativo, la búsqueda de respuestas me lleva al desplazamiento por los vericuetos de las leyes que establecen los delitos y las penas en el país que un día dejó de ser nuestro porque nos lo expropiaron, dejamos que nos lo expropiaran, en nuestras narices y – hay que decirlo – con tantas complicidades como las mentiras saliendo de las fauces de los decididos a no marcharse del poder, empeñados en seguir con el latrocinio que lo agotó todo. Sí, así sólo queden el desierto y los cadáveres que son el producto de sus esfuerzos denodados por no dejar piedra sobre piedra.

Me concentro en la tarea escogida en ejercicio del libre albedrío, advertida de lo que iba a hallar. Lo hago mientras mis manos abandonan de rato en rato el teclado para lanzarse al aire en pintorescos movimientos contra un mosquito que me ataca sin tregua, en apuesta desesperada por beber de mi sangre la vida que se le agota, cual dirigente de organizaciones sociales que sabe la importancia vital de la parasitación a nombre de la conciencia de clase, etnia, región, género, número y cuanto pretexto imaginable pueda haber. Espantando al sinvergüenza, y mientras vuelve una y otra vez, reavivo la memoria de lo aprendido en los minutos precedentes y vuelvo a asombrarme e indignarme con los últimos hallazgos.

Desde que inventaron el “pluriestado” que acabó con el estado para convertir a Bolivia en un sitio de nadie me esfuerzo intentando sobreponer mis pensamientos acerca de las pruebas de cargo y descargo que entrañan esos textos normativos, indicadores de los niveles de democracia y autoritarismo desde 1972, por encima de los gemidos de los nueve cachorros paridos hace tres días en el patio de este edificio, ese que queda justo detrás mío, merced al gran corazón de quienes ahora se acercan cada que pueden a interrumpir su sueño exclamando frases tiernas sobre su belleza e indefensión, autocomplaciéndose en tal contemplación, valiéndoles un perejil importunarles a su recién llegada a este mundo hostil. Son los mismos que decidieron retener a la perra preñada que algún vecino hijo de vecino habrá echado a la calle al percatarse de la situación, decidido a no cometer biocidio conforme a las leyes 700 y a la 400 para evitar cualquier sanción. Decidido también a incumplir todo el contenido de esas leyes que atañe a los deberes de los amantes de los animales. Esos sensibles observadores de la tierna belleza de los cachorros son los mismos que sólo Dios sabe si estarán dispuestos a llevarse a uno siquiera a sus propias casas o conseguirles donde quedarse.

Cuando el ardor de mis ojos se hace ya insoportable por el brillo de la ventana digital al universo, doy por terminada la jornada casi una hora más tarde de la señalada por las disposiciones administrativas que desde el siglo XIX rigen en función de controlar con rigor los tiempos, las apariencias, asegurándose de tener a sus dependientes disponibles, así sea para nada. Me siento aterida y estoy cansada. Me abalanzo a la calle, al encuentro de la oscuridad y, en ella, del camino a casa. Es que la luz escasea en la ciudad, desde siempre… también en el país, hace dos décadas.

Recorro casi a tientas la calle por donde pasan los micros hacia mi barrio y me quedo en una parada. Por muy poco tiempo, felizmente. Trepo en el que llega y digo, como todas las veces:

  • “Buenas noches” – extendiendo la moneda al conductor, corpulento y poco pulcro como todos. Me llevo una sorpresa:
  • “Buenas noches, señora” – responde, y me pasa el cambio, sin hacerse el desentendido de que soy una privilegiada de “tercera edad”, eufemismo tonto de “vieja”.

No hay asientos libres y me quedo de pie allí, asida a una de las barras metálicas, con la cabeza colgando porque el techo es tan bajo que me impide erguirme. Daño colateral de ser un vehículo trucho asiático que, por lo visto, era un bus para niños de escuela. La barra está pegajosa; sin embargo, no la debo soltar en defensa propia y tampoco siento el asco normal que provoca algo así. No. Esta vez me asalta la idea de que estoy en contacto con fragmentos de vidas ajenas, de gente fatigada por sus trabajos y sus pesares. Desesperada por alcanzar sus esperanzas. Esperanzada en deshacerse de su desesperación.

La ruta se hace tediosa por el sube y baja constante de pasajeros, por la falta de espacio y el aire denso, por el calor del hacinamiento interno y el frío que a todos espera afuera a la bajada, para abrazarnos apretando. No puedo ver afuera. Son muchos cuerpos entre mis ojos y las ventanas, y sigo mirando mis pensamientos y recuerdos, raramente ajena a ese entorno sofocante y casi opresor de mi cuerpo.

Se libera un asiento y lo ocupo, quedando sentada al lado de una mujer con los ojos cerrados y la cabeza bamboleante. No sé si está dormitando o evita de tal modo cualquier interacción con vecino alguno. Sobre su regazo lleva una bolsa de la que asoma un termo. Mi experiencia y mi desatada imaginación ven en ello una señal de su relación con alguien enfermo. Tal vez interno en un centro de enfermedad – no de salud– o pasándola en algún rincón privado, sufriendo o convaleciendo. Ojalá convaleciendo. Ni me mira ni se mueve. Exuda cansancio. De vida y de muerte. Un escalofrío recorre mi cuerpo y mi alma. Siento en mí misma esa unidad, vital y mortal.

Desde donde estoy sentada puedo ver a través de la ventana. Podría, mejor dicho, si la oscuridad no fuera campante y no fuera acrecentándose rumbo al puente, el viejo puente de la ciudad, su límite hace cuarenta años. El mejor emplazado, el mejor hecho. Sólido, sin adornos. Viro la cabeza hacia la izquierda y distingo las luces de barrio lejanas, nítidas en la negrura circundante. A la derecha, penumbras. Del baúl de los recuerdos emergen imágenes desordenadas sucesivas de circunstancias análogas vividas; todas de viajes, largos, nocturnos, extenuantes. Por aire y por tierra. Provocadores de ansias de arribo a cualquier parte, allí donde las luces distantes anuncian podrás por fin desmadejarte sobre un lecho, extendiendo horizontalmente tu cuerpo y descansar tus pobres coyuntas atenazadas en los límites de los asientos de buses o aviones que, sin importar sus dimensiones, te impiden estirarte cuan largo o corto seas.

Dejo caer mis párpados derrotada en el vano intento por imprimir en mis retinas el entorno, e inspiro el aire denso del interior del destartalado micro donde compartimos trayecto tantos seres apiñados. De pronto los abro, dejando de respirar, tensa, crispada. Se están agolpando en mi conciencia las noticias del día, oficiales y extraoficiales: no hay dólares, pero si colas en algunos bancos; el FASCIL se volvió difícil y entrampó los fondos de las pensiones, ¡las nuestras!; mientras unos apuran la ley para vender lo que queda del oro (si algo queda, quien demonios puede saberlo a ciencia cierta) otros la retrasan, y son, ambos, del mismo bando… para quienes tenemos la mala costumbre de ver más allá de lo evidente sabiendo que pensar mal es acertar, es muy mala señal.

Me ha invadido una tremenda certeza: la oscuridad acerca su victoria sobre nosotros.

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