06 Jul OTRAS COSAS POR SU NOMBRE
El 23 de marzo pasado “Los Tiempos” publicó mi artículo “Las cosas por su nombre”, en el que se distingue la diferencia entre los datos y las opiniones ante la constatación de su permanente confusión incluso en los círculos académicos, con grave perjuicio para un acercamiento productivo a la realidad en pos de conocerla, dado el efecto ensombrecedor operado por las opiniones sobre los datos. Pues bien, he decidido proseguir en esa línea de reflexión en estos tiempos de generalizada impostura y endurecimiento de la dictadura – salió en rima – en el contexto de tratar de ser “políticamente correcto”.
El primer significado de ese término que muestra el buscador en la red Internet reza textualmente que es “[persona, comportamiento, lenguaje] Que tiene en cuenta los valores de todos los grupos humanos y evita cualquier posible discriminación u ofensa hacia ellos por motivos de sexo, raza, ideología política, religión, etc.”. Se revela muy positivo, pues tácitamente alude al respeto debido por todos a la dignidad de los otros, a la consideración y empatía, tanto de obra cuanto de palabra.
Al respecto, por las notas peculiares del caso, toma especial relevancia la complementación del esclarecimiento de la acepción del término con un breve abordaje de su génesis, para procurar la comprensión de su alcance real. En tal perspectiva, es de interés la información que la periodista cultural Andrea Aguilar comparte en su artículo “Los orígenes de la corrección política”, publicado el 4 de marzo de 2017 en El País de España. Afirma ella que “en la década de los treinta el empleo de esta expresión se circunscribía a los círculos de la izquierda leninista para referirse a acciones o individuos que se alineaban con los dictados del partido. Pronto, entre descreídos camaradas, el uso de estas dos palabras se impregnó de ironía: políticamente correcto servía para señalar socarronamente a aquellos que seguían a pies juntillas, con fervor exagerado, la línea partidista”; en otras palabras y en ambos casos, obsecuencia ideológica marxista, una condición indispensable de la buena militancia comunista, en cualquier parte del mundo. No en vano se decía que los comunistas eran fieles repetidores de consignas llegadas desde Moscú.
Continúa Aguilar recordando que con respecto a lo “políticamente correcto” y con relación especial al lenguaje se suscitó un debate acalorado en la década de los años ochenta, cuando superó ampliamente su ámbito de aplicación y esencia extendiéndose hacia la esfera académica y artística, habiendo sido identificado como un obstáculo para la libertad de expresión dado el surgimiento de formas de censura, más o menos explícitas, al influjo de las corrientes postmodernas que otorgan a las palabras “una importancia capital” porque permean la realidad que acaba siendo lo que se dice de ella. En la práctica, con mayor incidencia en el ámbito de las ciencias sociales y humanas, se comenzó a imponer “la corrección política” bajo moldes típicamente autoritarios, provenientes de la izquierda, apunta la periodista (“progresismo” diría yo para poner el texto a tono con los tiempos que corren). El resultado fue un clima de control de las formas provocador de autocensura por el miedo al rechazo social, el peor castigo para aquellos – muchos, ¡muchísimos! – que no son nadie si no pertenecen a alguna caterva o temen verse privados incluso de sus trabajos. En consecuencia, se trata de quedar bien.
Ha llegado a tanto esta tendencia que se elaboran guías para potenciar el lenguaje políticamente correcto (con enfoque inclusivo de género medioambiental preferentemente), se adulteran obras literarias clásicas eliminando de ellas vocablos considerados discriminadores, se impulsa rehacer (remake) de películas incorporando actores según sus particularidades para lograr productos plurales, le venga o no, o alterando las historias para no ofender a unos y otros. No sólo las historias, en singular, sino la historia, en tributo a los designios y antojos de los pioneros del futuro, los Torquemadas que encabezan la inquisición del siglo XXI.
Pues bien, dados los antecedentes, queda claro que una de las estrategias de preservación de nuestra dignidad es, precisamente, contrariar esos designios y hacer de la incorrección política una práctica de libertad; incorrección como parte de la integridad personal que significa la coherencia entre lo que se siente, piensa, dice y hace, excluyente de prejuicios y de estereotipos, de tal forma que sirva como aporte develador de la realidad en toda su complejidad, ejerciendo nuestro derecho a pensar por cuenta propia y a decir lo que pensamos, a opinar; sin cálculo de halago o agresión a nadie, disfrutando el placer de expresarnos sin temor.
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