Gisela Derpic | LOS OJOS DE COOPERSON
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LOS OJOS DE COOPERSON

En Seathon Mount, una formidable isla de Corstown, estaba la cárcel de Nembrusch, emparentada con la de Chateau d’Ilf en Francia sobre todo por los horrores que de ella se cuentan y con la de Alcatraz por su total hermetismo, aunque, según el reo Cooperson, la isla en si misma se parecía más a Saint Michael’s Mount de Cornwall, en el Reino Unido, pero con una planicie verde mucho más amplia a su rededor y con playas de arenas color lino.  El penal era una inmensa residencia gris, muy semejante a una gran fortaleza lítica erigida en el apogeo de la edad media y estaba bien dispuesto para presos con sentencias inapelables. Todos los reos hacían un largo viaje en barco desde el puerto de Yustin acompañados por una guardia implacable y, encadenados y cubiertos con gruesos capuchones negros, eran ingresados en un estado de total ignorancia. No sabían nada de lo que ahí había, excepto el aliento húmedo de las paredes de los corredores, los seis metros cuadrados de su residencia carcelaria y un gran patio hexagonal al que salían sólo los domingos. Las celdas tenían paredes de piedra pulida y eran muy gruesas y altas y estaban pobremente bañadas por una luz lánguida e indirecta que se escurría en zigzag desde una ceñida ventana ubicada en lo más alto del muro. Era imposible ver lo que había afuera puesto que cada celda del penal de Nembrusch era como un pozo profundo. En una de esas opacas celdas se encontraba un preso excepcional, un hombre de unos cuarenta y cinco años, llamado Cooperson Walker Morris.

 

Cada semana los presos tenían derecho a tomar tres horas de sol y con este fin eran invariablemente maniatados, encapuchados y llevados por los oscuros corredores hasta, lo que ellos llamaban, la “Isla Cook”, un patio de altos muros al que sólo llegaban los rayos del sol al mediodía, así que iban a tomarlos desde las 11:00 hasta las 14:00 horas. Era un verdadero deleite para los presos encontrarse con el calor estelar y recibir sus beneficios. Este era el único privilegio que a Cooperson le estaba vedado.

 

Cooperson decía que estaba ahí como resultado de una compleja y radical conspiración contra su persona. Aunque nadie creía su historia y lo daban por un criminal más, le apodaron “el inocente” con gran sorna. Cooperson era un privilegiado, puesto que habitaba una celda y una habitación contigua con una ventana que, por lo que el mismo contaba, le permitía ver la mitad de todo el paisaje visible de la isla Seathon Mount y un extenso horizonte del poniente: En el núcleo la cárcel y en el primer anillo del montículo, rodeando al penal, yacían unas inmensas y pesadas rocas grises y la hierba de baja altura creciendo entre ellas; luego los viejos robles, los olmos y fresnos; más abajo, miles de arbustos salpicados por millares de flores silvestres de muchos colores con un claro predominio del color oro; más distante, un inmenso prado, tan tupido y parejo como una inmensa y reluciente alfombra verde; un quinto anillo de la isla cubierto por la arena de la playa y más allá el inmenso océano que cambiaba de color con las nubes y las posiciones del sol.

 

Todas las mañanas y las tardes, durante más de cuatro horas, Cooperson les contaba a los presos lo que veía por la ventana de su celda. Las veloces visitas de los halcones volando sobre las rocas y en el cielo y en la tierra el alboroto de las palomas, tórtolas, faisanes, perdices y urogallos rojos luchando por sus vidas; las liebres y conejos en los soleados matorrales y el incansable zorro merodeando los alrededores. Las alargadas hojas y las sámaras de los fresnos en el viento, los miles de pájaros y loros que revoloteaban en las copas de los árboles y hasta podía ver las serpientes y los marmiños de la tierra. Su vista era tan aguda que miraba a los tuates dentro de sus madrigueras. En el vasto prado los caballos salvajes, bayos, castaños, zainos, alazanes y tordillos, galopando con sus crines relucientes ondeando al viento. A veces pasaban solas dos blancas yeguas, tan raudas como hermosas y febriles. Siempre contaba como cambiaba el agua del mar, los colores que adquiría en los días de sol y según las horas y también en los días nublados y los tormentosos días de lluvia. “Ahora está como el cristal en la playa, de color réflex con algo de celeste en el fondo y azul en el horizonte”… “Ahora está dorado y ahora parece un manto púrpura”. Algunas veces narraba el paso de naves pesqueras e inmensos barcos mercantes y, a veces, de algunos grandes peces que veía con la intermitencia que salían del agua. Y cuando el sol caía hablaba de las estrellas y de los meteoritos que nunca faltaban en las noches despejadas.

 

Era tal la dedicación de Cooperson por describir a sus compañeros el mundo exterior que llegó a ponerle nombre a la mayoría de los animales más recurrentes. Los halcones, los había nombrado por sus matices, por ejemplo Harris era el más marrón. “El cielo ha disparado una saeta –decía- ¡es Borni¡ -exclamaba- ¡viene como un rayo… ya tiene entre sus garras una curruca mosquietera!” –y el barullo de los reos resoplaba en los corredores. Gritaban “¡¡Borni!! ¡¡Borni!!” Y al día siguiente era otro halcón, a veces Eleonora y otras veces Herifalte o Guaycurú,  o Maorí o Sacre.

 

Cooperson describía detalles increíbles de las actividades de las aves en los árboles, de sus nidos y pichones y hasta de los gusanos e insectos que los nutrían, hablaba de los incansablemente curiosos petirrojos europeos y de su voz metálica; de los ruiseñores y sus nidos de baja altura en los matorrales y de sus silbidos y borboteos que imitaba a la perfección; de los jilgueros enmascarados de rojo, blanco y negro, de sus mudas y de los cardos donde preferían estar; de los fascinantes colores cobalto vivo que traían los herrerillos en sus cabezas, alas y cola y de los encinares donde frecuentaban; de los negros mirlos y sus picos amarillos y de sus hembras de color marrón, de sus búsquedas, de cómo la hembra erigía su nido, de sus huevos azul-verdosos “¡son cinco!” exclamaba con entusiasmo. Luego de un tiempo “¡ya salieron tres mirlos!!” “¡Ya volaron dos y siguen persiguiendo a sus padres!”, etc.; otra ocasión de los pinzones reales, de sus bandadas multitudinarias; a veces de los infieles gallos lira, de sus atractivos reflejos azules, de sus rojas crestas y de cómo deambulaban en busca de hojas e insectos; de las visitas de las blancas garzas reales, de su rítmico ajetreo por el agua y de sus majestuosos y pausados vuelos con el cuello retraído; y de los gavilanes que pasaban a baja altura como flechas perdidas, de los que decía que eran mensajeros del sol y que tenían la mirada de una diosa poseída por los celos.

 

En la tierra y los matorrales describía las actividades de los erizos, de los graciosos vaivenes de sus narices al husmear, cómo los jóvenes mudaban sus púas, cómo se enrollaban haciéndose una bola para defenderse de los turones, los veía dormir durante el día en la hierba o en las concavidades de la tierra, en el invierno no los veía, pero los describía hibernando con amplias sonrisas en el fondo de sus madrigueras. Alguna vez dijo que los erizos hacen cosas raras, incluso desde bebés, llevan un archivo en sus púas, con los olores que van descubriendo. “¡Un erizo tiene una lagartija en la boca!… ¡es Movi y tiene una podarcis!”. A veces nos decía que la víctima era una lacerta y luego explicaba las diferencias. Igual que con los demás animales los reconocía por sus nombres. “¡Apareció Abú!”, y al otro día “¡Es Akoi!, ¡Es Binki!, Loki, Timon, Rocco, Tuki, Zuri”, etc. Narraba las actividades de los topos en las puertas de sus madrigueras. Con una voz casi inaudible decía “¡Salió Nulb!” Y a veces Ray y Luka, etc. Relataba las ocupaciones de las pequeñísimas musarañas a las que veía con menos frecuencia y mayor dificultad y describía como insaciables y que tenían la habilidad de envenenar el aire que le circunda para defenderse. Hasta estos minúsculos bichos habían sido identificados por sus nombres. El más frecuente se llamaba Yu, había uno de mal carácter de nombre Ac y otro llamado Tin, y el preferido de Cooperson era Vit.

 

Cooperson sólo describió la inmensa curiosidad, pero también la siempre infalible astucia y prudencia de un solo zorro al que llamaba Garsineu que tenía la excepcional habilidad de convencer a sus víctimas de que sus muertes eran más provechosas que sus vidas, decía Cooperson. “¡Increible!… ¡Está conversando con Mafú!”. “¡Huye Mafú! ¡Huye!” gritaban los presos en un ronco y desesperado coro. “¡Ya lo tiene entre sus dientes!” decía Cooperson con mucha tristeza. En fin, narró las muertes de los confiados Mouf, de Pullmi, de Yufu, Cuqui, Memi, Tinfo, Pipo, Quental, Somi, Sergi, y otras muchas liebres y conejos que cedieron sus vidas.

 

En el verde prado, en las arenas de la playa y la espuma del mar, casi siempre bañado de sol o de lluvia, los caballos y yeguas que habitaban en la isla deleitaban el espíritu de Cooperson. Eran veintiún hermosos ejemplares probablemente de propiedad del Alcaide, pero estaban librados a su suerte y eran casi salvajes. Habían tres bayos, seis castaños, cinco zainos, cuatro alazanes y tres tordillos. Cada vez que aparecían al lado OESTE de la isla, que era el lado que Cooperson podía ver, había un riguroso examen que con gran entusiasmo y voluntariamente daban los presos. Coperson gritaba ¡Ahí viene Volucer! Y los presos contestaban ¡bayo! ¡Viene Gazel! Y los presos gritaban aún más entusiastas ¡alazán! ¡alazán! ¡Danzer! y la respuesta ¡zaino!, ¡zaino!. Al principio fue difícil, pero a estas alturas del tiempo, ya no habían errores. Coperson a veces decía el color del caballo y los presos gritaban los nombres “¡Castaños!” y todos los presos exclamaban “¡Morello, Zoedore y Streiff, Jalila, Cincinati y Estopa!” “¡Muy bien!” gritaba Cooperson. Los caballos no solo eran una hermosa vista, con sus enormes estampas llenas de vibrante vida y sus crines ingrávidos flotando y reluciendo en el aire azul, sino un enorme grito de libertad. Coperson decía que escuchaba la música de los violines de ultramar cuando miraba a los caballos en cualquiera de sus aires. Sin los caballos y sus melenas flameantes, los violines serían mudos, decía muy a menudo y ninguno de los presos sabía por qué. En total habían once yeguas (Zoedore, Jalila, Estopa, Ural, Galatife, Zarifa, Gomara, Ibarra, Kiya, Naunet, Nuvia, Rosie, Molly, Zarifa y Aoni). Los presos también sabían, de la única forma que podían saber, de memoria, a quienes pertenecían las Yeguas. Coperson gritaba el nombre del semental ¡Cincinati! y los presos los nombres de las yeguas de su manada ¡Ural, Gomara y Naunet!

 

En fin a Cooperson le fascinaba ver a los caballos chapoteando en la espuma del mar y formando grandes salpicaduras de plata en las noches de lluvia. “¡Ya vienen Léxinton y sus cuatro amantes!” gritaba Cooperson, incluso cuando los presos dormían en sus esteras. Algunos bostezando y otros con los ojos inmensos puestos en el muro gritaban “¡Kiya, Aoni, Ibarra y Jalila!” y luego caían fulminados por el sueño; pero Cooperson insistía en narrar las actividades de los caballos y a veces hablaba para el mismo. “Llueve suavemente, decía, como una mansa garúa de diamantes y los corceles de la manada, a la cabeza de Léxinton, hacen cabriolas y corcobéan, entran y salen de las radiantes cortinas de agua que cuelgan del cielo… Ahora están en el prado, decía, y ahora entre la arena y la espuma del mar… Cada vez que veo a los caballos, tan fuertes y altivos, creo que los humanos, al montarlos, hemos contraído las enfermedades del poder, el orgullo y la soberbia”, decía.

 

Cuando Cooperson hablaba del agua era como un niño ante la presencia de Dios. Por las mañanas despejadas narraba el rosicler de la madrugada y decía que el mar era un campo interminable al que habían descendido las flores de todos los cerezos del mundo. Un paisaje de jubilosa belleza cortada por un emergente cielo de color azul violeta en lo alto, degradándose a un burlywood claro en el horizonte. Hablaba de los sutiles cambios de color de la espuma. “¡Ahora tiene un color nácar  y está cambiando a oliva pálido!… Y el agua en la playa está de color azul Alicia y le sigue un ¡azul heráldico! y más allá ¡aguamarina suave!… y más allá un ¡azul aciano!”. Otro día era del cian suave al cian oscuro hasta el azul. Otros decía que el mar iba de gris pizarra suave hasta el oscuro, pasando por una línea turquesa que se había metido en medio. “¡El agua hace una alba espuma en la arena mojada, que tiene un color bisque semioscuro,  y más allá parece un infinito campo poblado de millones de hojas de plata!”, decía. Durante los días tranquilos y grises lo describía como a una inmensa y bien pulida placa de acero que cambiaba de colores que iban desde el réflex hasta el lavanda rubor más oscuro. Al caer el sol era cuando más espiritual se ponía Cooperson y describía al agua como una ondeante sábana de cobre que relucía como si dentro del agua hubieran millones de pequeñas estrellas doradas y luego fulgurantes rubíes y hasta iridiscentes zafiros.

 

Era un hombre sinceramente preocupado de que sus compañeros de encierro pudieran compartir su disfrute del mundo exterior, de esa inmensa gama de colores y detalles que la naturaleza ofrecía tan generosa y creativamente.

 

También narraba el paso de grandes animales marinos. “¡Hay una yubarta en el agua!”, gritaba Cooperson, “¡ballena jorobada!”, gritaban los presos, “¡ballena jorobada!”. Todos se agolpaban a las rejillas de las puertas.  “¡Es inmensa, debe pesar varias decenas de toneladas y le siguen otras tres…¡ Están saltando y cayendo al agua como unos pesados aviones de goma!… ¡Las salpicaduras son tan altas que el agua ya no cae al mar, se lo lleva el viento!”, relataba Cooperson. “Es un formidable espectáculo, sus negras espaldas y sus blancos vientres son visibles en el azul claro del mar y del cielo… ¡Las cuatro yubartas están azotando sus colas contra la superficie del agua!… ¡Y ahora vuelven a saltar y a caer como pesadas naves de piedra!… ¡Han disminuido de tamaño en la distancia y el agua salpicada aún no termina de caer!… ¡Se alejan, parecen estar alegres, es posible que sepan que les vimos!”

 

Otros días eran los delfines siempre acrobáticos, sociables y de lomos azulados y grises metálicos que entraban y salían del agua danzando para cuanto animal los viera desde la isla. A veces nos narraba el paso de un tiburón mako, al que Cooperson sólo veía como una blanca estela que se dibujaba en el mar, a una velocidad tan vertiginosa que no era capaz ningún animal sobre la tierra. El tiburón mako  y el pez vela en el agua, son los halcones peregrinos y las águilas reales en el aire, decía.

 

Una vez narró de un velero que se acercó tanto a la isla que Cooperson lo asoció con el Cutty Sark, uno de los últimos barcos clipper,  por su belleza, magnificencia y velocidad. “¡Está frente a mi, y se parece a la bruja!”, exclamó alegre y sorprendido. “¡Aparece la punta del palo trinquete y ahora unas albas nubes romboidales, ahora veo el sobrejuanete de proa, y ahora aparecen aún más inmaculados el juanete alto de proa y el juanete bajo; veo los velachos alto y bajo, hasta el trinquete… ya puedo distinguir sus velas latinas petifoque, foque, fofoque y contrafoque”… “¡Ja ja es hermoso, su velamen parece un cargamento de nubes inmaculadas!… ¡se está poniendo rumbo al Norte, dijo, “¡ya lo veo en toda su eslora!, es formidable”… “Del palo mayor cuelgan seis inmensos ángeles, sus juanetes, y las gavias alta y baja y en el palo mesana son también seis blancas mantas que dan calor al viento… ¡Las veo nítidamente! ¡Qué hermosos pericos y sobremesanas y mesana… Todas las velas están infladas como sendas panzas de muñecos de nieve. ¡Qué paso majestuoso! Ya se aleja de mis ojos”, decía y gritaba: “¡Bendita bruja que viniste a darme alegría!… ¡Adiós bruja de mi alma!” “¡Adiós!, ¡Adiós!, Adiós!” gritaban los demás presos del recinto, haciendo un coro estertóreo que infectaba el aire de los corredores.

 

Otros días narraba el paso de otros barcos menos majestuosos y más prácticos y a veces pequeños yates como cuchillas cortando temporalmente al mar. De vez en cuando narraba el paso aterrador de algún acorazado o un portaaviones como el HMS Illustrious (R06), que según Cooperson pasó berreando como una gran ciudad de acero con sus más de 20.000 toneladas de desplazamiento. Una noche nos describió el paso de un trasatlántico tan inmenso e iluminado y tan próximo a sus ojos, que narró el vals que bailaban los pasajeros en todo el piso superior como un mudo ritual de gentes esbeltas y hermosas sumergidas en un líquido rubio, moviéndose con la ayuda de las aguas danzantes.

 

Cuando el sol languidecía “¡Llegó la hora del Almagesto!”, gritaba y hablaba de las estrellas y las constelaciones. Entre sus estrellas preferidas estaban Sirio a la que nombraba como a la más brillante y ardiente del cielo nocturno, decía que destacaba inmensamente de sus compañeras de la constelación Perro Mayor por su intensa luz argéntea, aunque en la antigüedad se decía que brillaba en muchos colores y que excitaba a las mujeres. Sirio, decía, a pesar de que muchos creen que es una estrella maligna, es la estrella que alberga a los más brillantes genios de todas las civilizaciones, incluso un gran hombre llamado Kant, creyó que todo giraba en rededor de Sirio. Algunos presos podían ver en sus mentes la constelación y en su interior una luz de espíritus virtuosos.  Otras se extendía hablando de la estrella Canopus y decía que después de Sirio, era su preferida porque estaba ahí, descollando inmensamente entre las estrellas de Carina y de la noche, con su luz medio pajiza. Canopus es la estrella donde descansan los espíritus valientes de todos los tiempos, decía con gran certidumbre, lleva el nombre del piloto del barco de Menelao. Algunos presos murmuraban entusiastas que su eternidad estaría en esa estrella. Nunca hubo una noche que no hablara de una estrella y así describió a Alfa Centauri de la que decía que portaba lo mejor del hombre, su inteligencia curiosa y su corazón indómito y el vigor y la fuerza del caballo; Arturo, de la constelación de Bootes, a la que mencionaba como a una estrella vigilante de color naranja espectral, a Vega de la constelación de Lyra la citaba como a una santa por el aura que porta, a Capella de la Constelación de Auriga como al humano que porta la cabra, Rigel la estrella blanco azulada de la constelación de Orión, hablaba con la misma intensidad de Proción, Achernar, Hadar, Betelgeuse, Altair, Aldebarán, Spica, Antares, Pollux, Fomalhaut y Deneb, entre sus preferidas.

 

Cooperson siempre dijo que era muy afortunado por estar en una celda con una ventana panorámica, como en cualquier departamento lujoso de la calle Winsmar en Holendon Park, donde había vivido y trabajado como arquitecto. “Desde el sillón de mi oficina, decía, podía ver el profundo y silencioso barullo de los automóviles y de las gentes que traficaban sobre los adoquines de piedra y las baldosas de granito pulido”.

 

Pero, a pesar de que la mayoría de los presos escuchaba sus relatos, construyendo en sus mentes los escenarios y los eventos multicolores que describía Cooperson, había un preso en particular, apodado Keller, que no estaba contento. Keller tenía apenas treinta y dos años y estaba condenado a cadena perpetua por victimar a la novia de su más íntimo amigo, a Stacy, una hermosa mujer, bien educada, de figura esbelta, cabellos de tono coral oscuro, brillantes y lacios, pestañas negras y ojos color agua marina. Keller la asesinó una noche de noviembre, después de haber permanecido durante dos horas en la barra de un tugurio, pensando en ella, confabulando para irrumpir en su vida por la fuerza. Para desgracia de Stacy, Keller la había visto esa tarde, más hermosa que nunca, envuelta en un abrigo cruzado de color blanco navajo y su perfume lo había invadido como un viento de pasión y de locura. Por la noche Keller, en un intento fallido de poseerla sobre el piso de nogal del departamento de Stacy, finalmente la mató con una sola puñalada en el corazón. Aparentemente Keller pudo colocar el puñal en el pecho de Stacy y lo introdujo lentamente, con ambas manos, mirando fijamente los asombrados ojos de la joven, pensando: “Adiós cielo pálido, ambos nos vamos para siempre”. El novio de Stacy, un joven y prometedor empresario de la construcción, la encontró boca arriba con los ojos astrales, fijos en el cielo de la habitación.

 

Keller fue condenado a cadena perpetua sin derecho a nada y remitido sin remedio a la cárcel de Nembrusch y ahora, encerrado en su funesta celda, no podía entender porqué los ojos de Cooperson Walker Morris podían deleitarse con las maravillas del exterior, mientras el sufría la rutina de las sombras. “Al final todos somos igualmente criminales”, argumentaba.

 

Durante varios meses Keller masticó los detalles de un plan para dar fin a la privilegiada vida del cronista y ocupar su celda. Finalmente diseñó un plan sencillo, aparentemente infalible: Primero haría que todos los reos vieran que la vida de Cooperson es un privilegio inaceptable sostenido por una gran fortuna que Cooperson administraba desde la cárcel. Una vez desprestigiado Cooperson y aislado de los demás presos, el segundo y último capítulo consistía en asesinarlo el día de Ustingam, el único día del año en que los presos, todos sin excepción, eran conducidos a un gran salón para conmemorar el día en que los cañones de la invasión extranjera fueron silenciados para siempre.

 

Keller necesitaba un aliado para difundir la infamia y para que lo propusiera para ocupar la celda de Cooperson, así que convenció a un hombre de nombre Derek para que le ayudara a conseguir sus propósitos. Sólo bastó una semana para que el desprestigio y el rumor de la inminente muerte del privilegiado Cooperson Walker Morris se metiera a todos los recintos de Nembrusch como una penetrante ideología.

 

El día de Ustingam los presos fueron llevados a la “isla Cook” y, de ahí, a un corredor tan sólido como un bunker que terminaba en un gran salón con muros de piedra de doce metros de alto y un metro de espesor. A pesar de los sombríos muros, el techo era de vidrio, de un sorprendente blanco porcelana combinado con líneas color cian y abundantes espirales y círculos color chartreuse. Era un cielo lleno de luz y de vida. En el piso había mesas y sillas de madera roble para los quinientos comensales. Ante la probabilidad de un crimen se había prohibido los actos conmemorativos y sólo habría un almuerzo colectivo con la participación de todos los presidiarios. Grandes pancartas escritas en tela estaban adheridas a los muros y todo el audio (música, arengas y discursos) salía por los parlantes.

 

No había vigilancia preventiva en el recinto, así que Cooperson estaba a la deriva en completa orfandad. Keller lo mataría después de la comida en los sanitarios. Sin embargo, para asombro de Keller, durante la comida colectiva, Cooperson saltó sobre una mesa y dijo: “¡Estoy cansado de narrar día a día todo lo que veo desde mi celda, ahora quiero que otro preso lo haga y propongo a Keller como al nuevo cronista!”.

 

Keller no podía creer lo que estaba oyendo, lo que había logrado sólo con el rumor de sus intenciones, se sintió inmensamente poderoso. Los presos, a través de Derek, presentaron por escrito la solicitud mancomunada al Alcaide, a pesar de que algunos de ellos, los más despiertos, presentían que Keller no podría narrar el maravilloso espectáculo del mundo exterior, debido a sus características de hombre insensible. El más viejo de todos los reos, un hombre leñoso de ochenta y cinco años, que había vuelo a la vida desde el ingreso de Cooperson, predijo, en voz baja, que Nembrusch volvería a la oscuridad.

 

Cuando el gran recinto adquirió colores intensos con la luz crepuscular,  todos fueron llevados a sus celdas. Cooperson a la celda de Keller y Keller a la codiciada celda de Cooperson.

 

Esa noche, completamente feliz de poseer la mejor celda de la cárcel, Keller quiso encontrarse con las estrellas y entonces corrió las gruesas cortinas y se encontró con un muro tan sólido y gris como el muro oscuro y gris de cualquiera de las celdas. Completamente aturdido por la solvencia con que el muro se presentó ante sus ojos Keller cayó de rodillas y experimentó una devastadora frustración e impotencia a las que, poco a poco, se añadió un sentimiento de orfandad funeraria.

 

“¡Vamos Keller, dinos que ves afuera!” gritaban los presos desde sus celdas y Keller, completamente petrificado, incapaz de pronunciar una sola palabra, seguía mirando absorto el discurso de piedra que se derramaba hasta su conciencia.

 

Cooperson se acomodó en el lecho de su nueva celda y en la tiniebla absoluta  escuchó los gritos cada vez más y más inquietantes de los presos que demandaban a Keller el relato de la noche. Cuando el barullo se hizo más intenso, cerró los ojos y

unos palpitantes y extensos relámpagos se encendieron en el fondo oscuro del cielo y el mar. Los destellos eran increíblemente vastos, abarcaban casi todo el horizonte imaginable y las nubes se pintaban de nácar. A cada incandescencia Cooperson le añadía el estruendo de grandes timbales resonantes y los bramidos de unos cañones herrumbrados y humeantes… y a la paz contigua e invisible  la abrazaba con la sinfonía de la libertad y la alegría. La negra angustia, la sombría sombra de la desesperación amordazada revivía, entonces, en un alboroto de luz para hacerse himno de esperanza. De pronto, algo llamó la atención de Cooperson que le impulsó a sentarse y ajustar los cristalinos de sus ojos a sus necesidades ópticas. ¡Claro… un poco más aquí del horizonte vibrante, las fuerzas de la naturaleza preparaban una marcha con promesas devastadoras! Cientos de banderas de todos los matices del azul nocturno, salpicadas de espuma del color de las perlas de Tahití, se levantaban formando una línea de ataque inconmensurable. Detrás de los emblemas venía la lluvia en ráfagas torrenciales, cayendo como inmensos y divinos tules inclinados y retorcidos por el viento. “¡Que lluvia más increíble!”, pensó Cooperson, “¡El agua cae al mar como una alfombra de oro y suena como una marcha de miles de tambores rasos!”.

 

Cuando todo parecía indicar que Nembrusch sería aplastada por el recio oleaje y que la belleza natural de la isla desaparecería sin remedio, sucedió lo impredecible, los emblemas cayeron de bruces y llegaron a la isla como una mansa espuma del color de la crema de menta. Luego se abrió una brecha entre los oscuros nubarrones del cielo y un torrente pálido de luz de luna cayó sobre las arenas y la espuma del mar. Cooperson murmuró inaudible “¡Qué hermoso reflejo color azul Alicia en la superficie del mar!… Y en medio del agua reverberante la luna de mercurio que se quiebra y rehace sin cesar”. Un último blasón estalló en la arena echando al aire miles de chiribitas argentinas. Este último evento lo puso en contacto con Hydra, la más grande de las constelaciones. Cooperson inició entonces el recuento de sus estrellas, comenzando por Alfard, la más brillante…

 

Con el transcurso de los días, las demás celdas del penal se impregnaron de insondables y agrios silencios. Keller no sobrevivió a la primera visita de los reos a la “isla Cook”: la subversión contra el tedio fue radical e inevitable. Cooperson volvió a sus crónicas sobre el mundo libre, hasta el día en que fue declarado “inocente” por una corte de apelación, tres años más tarde.  Cuando lo retiraban del penal de Nembrusch, sin las cadenas ni el grueso capuchón negro en la cabeza, vio por primera vez la isla donde había permanecido más de diez años: Una fortaleza de piedras grises rodeada, en casi todo su perímetro, por un pedregal yermo y angosto que se extendía hasta unos acantilados oscuros y escalofriantes donde rompían las olas del mar.

 

 

Cochabamba marzo de 2015

CESAR ADOLFO CAMARGO IÑIGUEZ

1 Comment
  • Gisela Derpic
    Posted at 21:00h, 14 febrero Responder

    Gracias a tí. No tengo algún sitio que recomendar. Un saludo

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