Gisela Derpic | LIBERANDO V
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LIBERANDO V

«Si tú quieres, yo me vengo a vivir contigo”. Así, breve y directa. ¿Qué tal? Como diciendo cualquier cosa, como haciendo cualquier cosa. Un nuevo salto al vacío de esos dados varias veces en mi vida, ¿no? Con una naturalidad asombrosa para mí misma y, para qué negarlo, gratificante; una naturalidad tan grande que hace parecer tan sencillo, tan fácil, saltar… Ahora, si escarbo en las impresiones guardadas de aquellas experiencias acurrucadas entremezcladamente en los pliegues profundos de eso que llamamos memoria, ¡claro que lo es!

Acciones sucedidas a decisiones, ambas espontáneas. No son el producto de una reflexión, ni corta ni larga, ni superficial ni profunda; salen de muy adentro y si atiendes, al dejarlas libremente fluir, ni te dan tiempo para retroceder. ¡Ni siquiera dudas! Por eso dar el salto es sencillo, y más sencillo una vez dado el primero, cuando te acostumbras, sin olvidar que para lograrlo es imprescindible comenzar, y desde luego, reconociendo que todo comienzo es difícil.

Siendo sincera y si, como tú dices, la memoria y yo nos guardamos fidelidad como creo lo hacemos, el primer salto al vacío lo di cuando tenía unos doce años. Pocos, pero suficientes para descubrir por intuición, para dejar el florecimiento del instinto en actuaciones irreflexivas… ¿qué instinto? ¡El de conservación por supuesto!, en contra de todos los cánones de comportamiento deseable para una aún niña en un mundo de hombres, tan de hombres que muchas mujeres también lo eran – o lo son todavía – no sólo adheridas sin otra opción, conscientes o no, sino orgullosas abanderadas de la causa patriarcal manteniéndose a resguardo bajo el manto sacrosanto de la decencia y las buenas costumbres, paciente y consecuentemente hilado y tejido en el ambiente hogareño tradicional y en las escuelas; especialmente en éstas y especialmente si son religiosas como aquella donde pasé trece largos años de mi vida.

  • Estudiaste en un colegio religioso…mmm. ¿Fue muy mala la experiencia?
  • No… no siento que lo haya sido para mí. Sería tomar una posición poco objetiva y, en consecuencia, injusta y falaz, calificarla así, “muy mala”, peor aún en general. Tuvo de todo, como cualquier experiencia suscitada en este escenario de historia y de historias tan ancho que en él caben todas las posibilidades.
  • Era un establecimiento educativo fiscal ¿sabes?, anclado por ello en el muelle del mundo real evitando fuera la burbuja volátil que ciertas instituciones y personas aferradas a los cánones de pensamiento y comportamiento dominantes querían que fuese; sí , sí, una burbuja de esas llamadas a llegar hasta las cumbres del paraíso y de tanto elevarse en ese afán explotan, pierden el resuello y la altura para caer, dando un giro de ciento ochenta grados, hundiéndose en la negra profundidad de los tétricos abismos causantes de espanto.
  • Por esa simple razón y como efecto colateral indeseado sin disimulo por las puritanas mentoras del blanco revoque sepulcral, esos seres, niñas y adolescentes, que acudíamos día tras día a sus aulas, atisbando las puestas en escena de la vida, manteníamos del mismo modo que nuestro colegio los pies sobre el suelo, ese malamente áspero y duro y buenamente firme y seguro que nos daba la oportunidad de no sólo enterarnos, sino también de ser parte, para nuestro pesar o para nuestra satisfacción, a veces incómoda y a veces dichosamente, a veces pasiva y a veces activamente, de situaciones donde se mezclan necesidades y problemas alejadas de los muros limítrofes de las fortalezas de nuestras vidas privadas y también los de la propia escuela; situaciones asemejadas a unas manos extendidas a la espera de ser tomadas por algunas de nosotras para entonces al menos dejar un poco la letárgica existencia femenina diseñada como la antesala del ansiado camino al altar, y tomar conciencia de la concurrencia de “algo más” al mirar de frente “las cosas que pasan”, despertando poco a poco al asomarnos a la maraña intrincada de las redes de causalidad entre los eventos, sintiendo primero caer prisioneras de la impotencia ante lo irremediable, ante lo ignorado en su dimensión estructural…y tal vez, en algunos casos, si confluían ciertos caudales aportantes de corrientes decididas a buscar con desesperación el mar, luchando por dejar de ser al sumergirse en el todo y ser de ese modo como nunca antes, entremezclar la desazón inicial potencialmente riesgosa de la inercia resignada de quien sin darse cuenta se integra al acomodo cómplice, decidirse a navegar en esas aguas para intentar desentrañar los misterios de tales marañas que no sólo se perciben: se sienten, se presienten… hasta se adivinan. ¿Me comprendes? Todo dependía de la coincidencia de esas circunstancias afortunadas, distintas según cada cual.
  • ¿Sabes cuáles son esas circunstancias afortunadas para ti?
  • Sí, así lo creo, mis circunstancias afortunadas… todas entrañan paradojas ¿sabes? Como aquellos mensajes que según la fuente de su origen provocan efectos distintos, incluso contrarios.

Como el mensaje cristiano preconciliar llegado en boca de quienes se nombran o son nombrados mediadores autorizados – los únicos – entre Dios y las personas, esos que cobraban una legitimidad enorme casi siempre sobre la base del miedo impuesto sobre los corazones ante lo desconocido, reducido a una lista interminable de mandatos y de prohibiciones articulados en estereotipos integrados al edificio de las sacralidades aledañas a las ideologías y que en el caso de las mujeres tienen una nota peculiar porque se orientan especialmente a la consolidación de los roles diseñados por el secante patriarcalismo; roles convergentes en los papeles sociales de adhesión, esos que condenan a la muerte y sepultan a la libertad; un mensaje opuesto al amor, a la misericordia y al perdón, a la igualdad entre los seres humanos, a su dignidad; mensaje muy precozmente provocador en mí de la rebeldía.

Como el mensaje cristiano postconciliar llegado por las palabras y el testimonio de seres locos destructores de todos los cánones apolillados al derramar el amor hacia los otros, en acciones de valor de todos los tamaños confluyentes en el impacto que provocan inspirando a unos y escandalizando a otros.

Como mi padre, amado y extraño hombre decidido muy temprano a ponerme frente al infinito horizonte de los problemas y posibilidades del mundo desde los ventanales de abiertos en las páginas de los textos sociales, políticos, económicos y filosóficos leídos y comentados juntos, dando tiempo al paciente diálogo conmigo sobre los males de una realidad que encierra y descubre, según cada ser, las vocaciones destinadas a marcar el trazo de las rutas existenciales a seguir, quien no pudo ni quiso sustraerse a los temores del embate de la maldad sobre su retoño e intentó guardarme infructuosamente en una jaula dorada para protegerme.

  • “Papá, ¿puedo ir a…?
  • ¡¡¡¡No!!!! ¡¡¡No puedes!!!

 

¡A la mierda!, ¡no! Sin darme al menos la oportunidad de decir a dónde y para qué. ¡Jodido! No tanto por lo que me hizo sentir sino por lo que después con seguridad sintió mi padre, ese ser al que quiero, admiro y echo tanto de menos desde su prematura partida, cuando le respondí:

  • Y ¿por qué no? – con aquella voz desconocida, nueva, más fuerte y terminante, desplazando en ese momento a la otra vocecita de niña buena, sumisa y obediente.

De verdad fue un salto al vacío porque los estallidos de ira de mi padre, en parte debidos al temperamento balcánico heredado de mis abuelos y a las circunstancias del recorrido por esos sus caminos existenciales nada fáciles que le mostraron cuan preferible era no hacerse ilusiones, inclinándose a no creer en la bondad de las personas y las situaciones cosas, eran dignos de temerse. Aunque jamás superaron los gritos porque él era, ni duda cabe, incapaz de dejarse llevar hasta los retorcidos senderos de la violencia física, bastaban ampliamente para provocar profundos sentimientos de culpa y muchos “nunca más, juro que nunca más”.

Una escasa docena de años y atreverse a irrespetar las barreras de la urbanidad, las buenas costumbres y la razón, el respeto y el temor reverencial. No fue poca cosa aquel primer salto al vacío. ¡Sí, sí, sí!, al vacío porque cuando me lancé no sabía ni cuánto duraría la caída ni qué me esperaba al final de ella. Ni siquiera me detuve a pensarlo pues de haberlo hecho, puedo apostar a que no me hubiera lanzado.

Cierro los ojos y revivo ese evento ahora mismo. Es como si de pronto encontraras algo nuevo jamás visto o visto siempre de otro modo, que te llama o te repele. Lo único que sucede entonces es el impulso incontenible para saltar, sin considerar absolutamente nada; luego, la terrible y profunda sensación física de tirarte al vacío que funda un miedo envolvente que te revuelve y te estira y te estruja; te provoca la sensación de la mayor indefensión y a la vez despierta tu conciencia sobre ti, derivando finalmente en un placer creo igual al sentido por todos los que experimentan el juego en sus múltiples manifestaciones. Es así, como un juego. Adrenalina pura.

Y aunque sé de antemano que mis palabras huelgan ante ti, maestro de los saltos al vacío, cotidianos y callados, intensos y anónimos, proseguiré hablando en voz alta, para mí.

  • ¡Sigue, sigue! Quiero escuchar.

Las derivaciones del salto no se limitan a las sensaciones eso porque tampoco nacen en ellas. No tiene origen ni destino físico, corpóreo; manifiesta una dualidad unida indisolublemente pues siendo inmanente íntimo subjetivo, se trastoca al trascender hacia lo íntimo subjetivo formando una ruta espiralizada que se convierte en una ofrenda perenne, sucesiva, se hace parte de ti y se queda contigo para siempre. Es pura magia, un círculo mágico; sí, otra vez, ¡es magia! Yace en ti y vuelve a ti, gratis, como todos los dones, no se agota.

¡Sí señor!, sientes eso, esa primera vez y todas las demás, porque una vez que empiezas… sigues, quieres volver y volver a saltar, aunque hayas caído sobre un suelo tan duro que casi casi te quebraste entero, volverás a hacerlo. ¿Te das cuenta de la terrible, fantástica contradicción encerrada en esto que te digo? Para conservarte, por instinto puro, te expones, te arriesgas, saltas. Sí… ¡sí!, me convence a mí misma el argumento. De no hacerlo, de no saltar al prevalecer el miedo para evitar el riesgo, ya estás muerto.

Esta descripción que hago pretendiendo expresar el procesamiento racional de la experiencia ya vivida es insuficiente porque se trata de lo subjetivo, lo que reposa y se agita dentro tuyo, y todas las descripciones – y explicaciones igual – de lo subjetivo, sin dimensiones externas, son muy limitadas, resultan apenas unos avistamientos tímidos de una realidad inconmensurable, asombrosa síntesis de todos los planos y las extensiones conocidas y por conocer.  En esencia se trata de la experiencia de libertad devenida de y en la elección hecha a pesar y/o en contra del miedo, de la inseguridad, y la gama interminable de efectos suscitados sobre ti en todas las dimensiones que implicas como ser en el tiempo y en el espacio, y más allá también, si quieres… si crees.

No dejas de tener miedo o de sentir inseguridad; en modo alguno; los tienes, ¡los sientes pues! Sucede que cambia tu posición frente a ello y de cualquier manera muy difícil de descifrar, acabas por sentirte dueño de la situación a condición de decidir tú, de no abdicar de ese milagro que solamente tú puedes hacer al optar, con todas sus consecuencias, haciéndote cargo de ellas. Por tanto, en este caso, de verdad y en serio, pasando por encima de la vacía y desgastada consigna desacreditada en extremo, es una lucha hasta las últimas consecuencias. Incluso la supera porque es una lucha CON las últimas consecuencias, aunque es honesto reconocer su descarga a veces también sobre otros seres, digamos “inocentes” pues no teniendo arte ni parte con esas decisiones, los empujones definitivos que te hacen saltar, terminan soportando los daños colaterales, pagando una parte del precio de la libertad, de MI libertad. Esos tus seres amados, quienes, casi con seguridad, no comprenderán tu actuación y se tomarán licencia para condenarte sin piedad hasta el final con el derecho que les asiste para hacerlo.

Como cuando decidí ser madre y punto. Aquella vez salté por la amplia ventana abierta desde las páginas tempranamente leídas, esas desde las que el mundo deja de ser un callejón con una sola salida, ventana desde la que veía un horizonte llamándome sin poder alcanzarlo porque las puertas estaban cerradas con llave, asegurando mi encierro, y tomé la opción de salir de cualquier manera y entonces salté.

Como cuando decidí divorciarme, la primera vez porque él era hombre de muchas mujeres y yo, a mis escasos veintiún años, decidí no soportarlo, saliendo de su vida salvando así la mía, a rajatabla. O la segunda, porque descubrí dolorosa e inevitablemente que el amor suele acabar por cansancio, en silencio y de a poco, sin mediación de grandes eventos y en tres meses sucede lo que no en diecisiete años.

Como cuando decidí quedarme “sin tener donde caer muerta” al renunciar al cómodo puesto docente donde era posible no trabajar, pero si cobrar, al vender la casita única de siempre y marcharme para evitar los males de la altura, el tedio y la frustración de cada día, para dejar de ser parte de los problemas que me agobiaban y, al menos, ser parte de la solución mía.

¿Saltas para huir? De cualquier modo, creo que sí, para huir de algo y llegar a algo también. Tu corazón marca de qué huir y a dónde llegar. A veces a gritos, el único recurso para dejarse oír por encima del mundanal bullicio que llamamos “normal”.

¿Tomas en cuenta a los demás al saltar? – sé que no te va a gustar lo que diré – ¡claro que no, los obvias, natural, lógica y acertadamente! Porque el asuntito ese de la libertad, atañe a cada cual, aunque dicho así huela a egocentrismo, sabiendo que oler no quiere decir ser.

Cada salto fue un escándalo, grande, mediano y chico. Previsible ¿no? Cada salto provocó la maledicencia cuyos rastros, todos, han sido borrados en mí, yo misma los borré; pero también provocó el florecimiento de la tierna solidaridad de los seres fraternos que me arropa hasta ahora. ¡Cuánta dulzura me envuelve al recordar esas demostraciones de afecto preocupado por mi suerte! ¡Cuánta gratitud le tengo a mi séquito fraterno! Por su apoyo, su comprensión, su presencia a veces silenciosa y quieta, a mi lado desde muy cerca y desde muy lejos. Incondicional, a veces desde una posición de asombro rayano en la incredulidad, en la desazón y la incertidumbre, aledañas pero muy distintas de la censura.

  • “Si tú quieres, yo me vengo a vivir contigo…”

El salto no lo di solamente yo. Lo dimos los dos, tú y yo, corriendo riesgo, más yo, seamos sinceros, “respirando con el corazón” como dices, sin detenernos siquiera por un instante al borde del precipicio para ponernos al tanto de la profundidad del tránsito entre nosotros y las fauces ansiosas de tragarnos al caer, si caíamos. Nos tomamos de las manos y descubrimos con certeza al mirarnos que no importaba la profundidad porque no íbamos a caer – “sólo se comunica lo que es común”-íbamos a desplegar las alas de la libertad y volar tan alto como nos fuese posible.

Lo hicimos… ¡volamos! y en la inmensidad del cielo ya no hubo otra cosa sino comunión… sin tiempo y sin espacio…

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