08 Jul LIBERANDO III
VIEJOS DESPERTARES: PLANO INICIAL
Abro los ojos corriendo los velos de cada noche, de todas las noches -las mías-, sin importar cuán cortas o largas hayan sido… Comienzo la puesta en escena de cada día, todos los días – los míos –, sin elegir el momento y lugar de hacerlo. Me desperezo con brusquedad… estiro y contraigo todo mi cuerpo exhibiendo ante un asombrado “nadie” un grado de elasticidad imposible en un estado distinto al de la vigilia conectora del sueño y la consciencia ganando terreno sobre mi ser y mi estar, devolviéndoles dinámica vital a los sentidos.
Mientras me impongo sobre el lecho dueña y señora de él y de los sueños y pesadillas allí apilándose, formo líneas ondulantes con mis piernas, mis caderas y mi tronco llevando mis manos hacia atrás hasta tocar el muro para acariciarlo como solamente yo sé. Mis talones superan al colchón, quedando mis pies casi colgados en franco testimonio del fracaso del intento contenedor de aquella estructura de hierro forjado fabricada en talla XXXL a tal propósito, provocando esto una extraña, repetida y renovada sensación de satisfacción íntima.
Retorna – aunque no sé si no más bien conquisto, o más mal resigno – poco a poco, un estridente y desquiciante desequilibrio interno, punto de partida y de llegada desde el océano de las profundas crisis personales donde suelo sumergirme una y otra vez durante lapsos variables para emerger de ellas a cualquier costo, rindiendo culto a los hábitos del género humano hecho adulto y, en especial –utilizando una palabra apestosa a etnocentrismo– civilizado, haciendo gala de mi maestría en aquello denominado ahora con rimbombancia como efecto del arduo trabajo de la intelectualidad postmoderna, resiliencia, que en buen castellano es fortaleza interna. Sí, insisto en salir de las arenas movedizas del matutino abandono aletargado lanzándome de bruces sobre la cotidianidad con sus tedios y rutinas.
Sí… ¡sí!, vuelvo a esa estridencia condenada al silencio, cual eco mudo de mis acciones y omisiones pasadas, fueran las que fueran. Estridencia condenada al bullicio, cual tañido metálico de las acciones y omisiones futuras, fueran las que fueran. En síntesis: me incorporo a la tendencia estereotipada y quimérica del culto a eso llamado “vida”; asumido como “vida”, configurándose así el embrollo, el amontonamiento incesante de subversión desde adentro, contra todo y contra todos, como si odiara con el corazón entero hasta el punto de buscar el exterminio, de todo, de todos.
Siento la vuelta forzada al familiar plano tridimensional de la existencia avanzando al arrastre y con sigilo, cual sierpe entrenada desde hace milenios hasta haber aprendido que en ello se le va la vida, a ella o a su bocado, procurando en desesperado, ¡desesperante!, ritmo de cámara lenta ponerme de pie y abrazar al universo, la sociedad, al grupo y a mí, … sí, abrazarlos mientras cierro los ojos, amorosamente, en pos de preservarlos y, ¡vaya paradoja!, abrasarlos también mientras muerdo mis labios, en pos de calcinarlos hasta volverlos humo esparciendo sus partículas y así echarlos de una vez, a cualquier parte o a ninguna.
Como todos los amaneceres desde que tengo memoria estoy librando la primicial contienda entre la posibilidad de quedarme exiliada en la esquina objetiva y concreta del “estar” sin “ser”, o salir de allí para no perecer. Es un combate heroico con todas las armas habidas y por haber en un limitado perímetro de alcance, sin comprender que no hay batalla ni guerra que no se gane o se pierda dentro, no fuera. Como quienes no comprenden la verdadera desgracia: no es no ser amado, es no amar, con Albert Camus. Añado una herejía ideológica milagrosa sucesiva a mi bienaventurada abjuración de la ortodoxia marxista con que fui adoctrinada nada más y nada menos dentro de un movimiento católico de jóvenes para dolor incurable de mi padre: lo fundamental no es objetivo, es subjetivo.
Cuando por fin me deshago del patrimonio incalculable de buenas y malas noches después de unos segundos trocados en centurias en medio del fragor de la victoria general e indefinida del hastío casado con la mediocridad “hasta que la muerte los separe”, me incorporo muy rápidamente, abandonando el lecho poniendo el pecho a las caricias mortales de las balas de la rutina, vientre gestante de la seguridad, preciado bien que justifica trocarlo por la libertad, ¡hasta en países enteros! Salvo, claro, que la llama libertaria no sólo se mantenga prendida sino en crecida para entonces dejarlo todo y salir corriendo, sobre los pies, bajo la tierra, en balsa precaria, en cometa multicolor…
El termómetro marca los cero grados pese a estar aún lejos el invierno. Entonces, el ambiente no tiene temperatura y por tanto, si los números no mienten como aseguran los vehementes guerreros defensores de las ciencias exactas de quienes suelo admitir la validez de sus dogmas y axiomas, hace ni frío ni calor. Y el cero vale cero, ¿no? Solito o a la izquierda, vale nada. Pero claro, aun cuando en esas circunstancias ratifico mi credo respetuoso y convencido en la ciencia pura, pintando de desprecio la mirada hacia las otras, ciencias aparentes impedidas ontológicamente de tomarle las medidas a la realidad, única ruta efectiva hacia la pura verdad/verdad pura según canta el paradigma científico roto al descubrirse el universo complejo, reino del azar y el caos, la desnudez de mis pies en contacto con la madera helada al caminar hacia el baño me hace temblar por entero y, con el ceño fruncido, durante apenas unos instantes, cruza por mi mente una ocurrencia transmutada en estilete provocador de un agudo dolor intelectual: ¿no sería posible el avance victorioso de la impostura ganando terreno últimamente hasta el extremo de envolver en sus redes a los números, y así resulta que el cero, solito como Juan Bautista en el desierto, en el universo de los objetos ideales, vale?
Al pisar las frías baldosas de cerámica color naranja del baño se congelan las ideas y felizmente con ellas, las matutinas cavilaciones filosóficas-científicas y todo cuanto puede decirse por añadidura al respecto, quedándome con la mente casi en blanco. Suelto los brazos con un gesto laxo dejando resbalar hasta el piso el grueso salto de baño mientras levanto la cabeza con los ojos cerrados haciendo colgar mi cabellera desordenada en rápido crecimiento cual cola de caballo, quedando mi cuerpo desnudo frente al espejo.
Del plano de la memoria larga irrumpe algo leído o escuchado una vez: “Si eres capaz de mirar tu cuerpo desnudo sin sentirte mal, tu autoestima está a salvo”. Me desafío entonces y abro los ojos para mirarme por completo, de cabo a rabo (nunca mejor dicho). ¡Qué blanca está mi piel! Sólo en mi cara y manos el sol la ha oscurecido. He engordado en los últimos meses… las aristas y vértices de mis huesos no son ya visibles… mmm, la falta de colágeno se presenta no sólo en la cara, también en el cuerpo, sin disimulo. Es inevitable envejecer ¿no? – mientras me acerco hasta casi tocar con la punta de mi nariz mi propia imagen reflejada gesticulando para resaltar las huellas del tiempo en mi frente y circundando mis ojos – la cuestión es hacerlo con dignidad, sin resistirse. Sinceramente, con honestidad. Con resignación, también.
Permanezco de pie, irguiéndome lo más posible sin moverme, sonriendo. Sonrío porque me veo bien, bien me veo. Sonrío porque me gusta lo que veo, mucho… porque veo lo que me gusta. Un ser humano pleno luciendo sus múltiples tantas imperfecciones en combinación que se me antoja un conjunto estupendo. Veo un rostro irradiando los rastros de la experiencia vívida vivida por fuera y desde adentro, en el brillo de los ojos, en la boca extendida en una franca sonrisa. Veo un cuerpo armonioso en sus tantas asimetrías naturales, esculpido a golpes y caricias por lo hecho y lo postergado, lo gastado y lo guardado, lo gozado y lo sufrido.
Estiro mi brazo y cojo el grifo, abriéndolo sin dubitación para enseguida meterme tiritando debajo del chorro de agua que tarda y tarda en calentarse, mientras mis pensamientos vuelven a ponerse en movimiento aceleradamente, recuperando el calor de mi cabeza o de lo sus contenidos en giro vertiginoso.
¡Qué frío hace! Hace o cada vez lo siento con mayor intensidad. Será la vejez prematura – unas cuantas décadas ya acumulo – o es el calentamiento global causante del enfriamiento total, prueba irrefutable de la dialéctica de la naturaleza ya no sustentada en la lucha de opuestos sino en su complementariedad; todo gracias a la física cuántica como lo vine a descubrir cuando mis cuestionamientos al famoso enfoque de formación basado en competencias me condujeron hacia las honduras de sus bases teóricas y por tanto me adentré en el enfoque sistémico pasando luego al pensamiento complejo y de allí a la teoría del caos…¡sí pues, del caos! Resultado: desemboque caótico en un complejo sistémico que me revolvió lo sabido hasta entonces, preguntando al viento por qué demonios en ningún proceso formativo de alta calidad cursado escuché algo sobre la “ruptura epistemológica”, punto de partida del camino conducente al conocimiento.
En cualquier caso, nada de eso está bajo mi control y si me atengo a las sabias recomendaciones de los igualmente sabios maestros orientales que de tanto predicamento gozan entre la casta de pobladores del mundo elegidos para ser los elegidos, no voy a preocuparme por ninguna de las dos cosas: la vejez prematura o el calentamiento global, pues como dice la oración por la serenidad, la clave radica en aceptar las cosas que uno mismo no puede cambiar, y estas sí son de ese tipo. Al menos se me ocurrió poner la conexión a gas domiciliario y así ahora tengo el agua caliente y no quedo en la miseria por pagar las facturas de luz eléctrica. Me han asegurado que estos tipos facturan cada veintiún días y somos tan descuidados o flojos que ni siquiera nos ponemos a revisar. Lo haré hoy… pero no, hoy no puedo, tengo clases todo el día. Tal vez por la noche.
Mis manos enjabonadas se dirigen resueltamente hacia la zona baja del cuerpo. Al hacerlo recuerdo de improviso la lejana voz de una de mis tías dirigiéndose a la población infanto/púber de nuestra extendida familia de sociedad agrícola asentada en medio del centro minero aspirante a ciudad, en una de las muchas sesiones de educación para la salud corporal y moral que se realizaban en la habitación más grande de aquella casona donde cohabitaban mi madre y sus hermanas, con sus respectivos esposos y proles: “No tienen que tocarse sus partes porque pueden lastimarse y luego vienen las infecciones. Basta que dejen correr el agua sobre ellas para lavarlas”.
No me había costado encontrar la explicación a tal orden dada en un beatífico y eufemístico tono de recomendación cuando la desobedecí casi de inmediato, por instinto y por principio, da igual. Durante unos instantes detengo mi mente y mi respiración. Abro los ojos y veo nada, fijando atención. Me quedo sintiendo lo que mis dedos resbalosos por el agua y el jabón provocan al subir y bajar, correr y recorrer, tapar y destapar, rozar y apretar… como siempre en circunstancias similares se me antoja haber llegado por primera vez a un sitio desconocido, nuevo, donde la soledad se trastoca en una compañía dedicada a prodigar, prodigarme, unas sensaciones cálidas…, pero me repongo de inmediato y desistiendo de proseguir la dulce tarea y alguna consideración añadida sobre aquel recuerdo sobreviniente de improviso alentado por los movimientos bajo el agua, postergo la inusual evolución combinada de los placeres y las reflexiones al respecto para otro momento, virando el timón del interés en otro sentido, apretando una vez más el acelerador en mi cabeza.
Me espera lo mismo de todos los días: una infructuosa clase para tratar de explicar a un grupo de bachilleres el significado de los conceptos ininteligibles de un texto más propio de primaria que de la universidad. ¡A lo que se ha ido reduciendo la labor de las escuelas y colegios! A la pura cáscara de las demostraciones de lo indemostrable, de lo prescindible… ¡Claro! ¡Con la devaluación educativa en acelerado desarrollo! A ver: ¿cuántas actividades que se ejecutan durante el año escolar contribuyen a la formación del estudiantado?… Si en muchos casos en los colegios se pasa el tiempo de clases en medio de una bulla escandalosa proveniente del patio porque algunos andan simulando que saben tocar los instrumentos de esas ridículas “bandas de guerra”, manifestaciones del culto bélico en un país derrotado históricamente en todas las guerras, donde desde hace más de una década se gasta como nunca antes en las fuerzas armadas conformadas por un contingente de supuestos profesionales barrigones que se lucen maltratando a las centenas de reclutas, casi todos (por no decir todos) campesinos indígenas convencidos aún ahora de la importancia del pacto colonial para tener algo que hacer en este territorio una vez probado su machismo… sería interesante comprobar esta hipótesis en pleno “proceso de cambio”, y seguramente también, aunque será en menor intensidad, a los premilitares. Y todo en un Estado declarado pacifista en el texto de una constitución armada como un rompecabezas por piezas incongruentes redactadas por distintas manos y cabezas, – ¡maravilloso! – aprobada con muertos de por medio, ¡ja! Como para que nada falte… ¡Qué surrealismo!
“Pero no todos los estudiantes forman parte de las bandas”– me podrán decir. ¡Claro que no! La mayoría está fuera de ellas, intentando escuchar alguna palabra dentro de las aulas en medio del estruendoso sonar de los tambores y las trompetas tachonando el éter, embistiendo desde afuera, así como en los ensayos para las entradas folclóricas tachonadas en el calendario del país, salpicando año entero el territorio de la patria, como la de C’hutillos[1], esa fiesta que era y ahora ya no es más, desde que se convirtió en la que no era y ahora es. De todas formas, ni quienes tocan ni quienes soportan aprenden algo… las pruebas son muchas. Para no ir más lejos, esas respuestas a los exámenes de admisión aplicados en las universidades cada año…
“Escriba una oración con cada una de las siguientes palabras: Cocción, zozobra, vívido… “Ha vívido mucho tiempo mi abuelo”, “Los docentes de derecho conocen de zozobra la constitución”, “En mis pantalones hay cocción”. Sí, ¡sí! ¡En mis pantalones hay cocción! ¡Pucha que no responder puede ser tan pero tan inteligente! “¿Quién fue Luis Arce Gómez? Un protomártir de la independencia de Bolivia.” ¡El ministro del interior de la dictadura narcodelincuencial de García Meza, protomártir! “¿Qué estudia la epistemología? No entiendo que tiene que ver una enfermedad renal con el derecho. (¡¡¡¡¡!!!!!). “Compare la encomienda y el repartimiento. La encomienda es una especie de paquete con víveres que se manda a lugares alejados en flota, y el repartimiento, como se reparte los víveres la familia que recoge la encomienda.” ¡Salvada la conquista, salvados los conquistadores! “¿Qué es el marxismo? Los marxismos eran unos animales cubiertos de pelos que vivían en los arboles.” ¿Arboles? ¡Sí, arboles sin tilde, textual! “¿Qué es la mediocridad para Ingenieros? Es cuando los ingenieros no acaban las obras.” Un libro de lectura obligatoria en último año de secundaria. Como para probar nuestro analfabetismo, ¿no?
Es que el profesorado no tiene mucho para enseñar, menos si se trata de enseñar a aprender, porque aquí nadie quiere aprender, nadie lo necesita, incluidos en especial algunos docentes universitarios, convertidos en miembros de una casta descalificada que accedió a un nivel de privilegio donde se apoltronó y desde allí cobra sin trabajar, o al menos, sin someter a control alguno el resultado de su trabajo – cerrando el grifo con violencia para salir después de la ducha.
Tuve una enorme fortuna con el profesorado de mi colegio, sin duda alguna. En especial hasta 1973. Su dominio del lenguaje, sus maneras, su presencia… fueron un espejo… “se predica con el ejemplo”, “se enseña con la práctica”… Claro que “lo que viene de la cuna no se reemplaza”, la escuela complementa, no sustituye; ayuda. O sabotea, claro. Reconozco en mis palabras un dejo claro de añoranza por un pasado que sabemos fue excluyente; no me importa pues no es así. De lo que se trata es de comenzar a poner a la inclusión, en todos los órdenes, un calificativo ineludible: calidad. Lo contrario lleva a lo innegable. La sostenida devaluación formativa del bachillerato expuesta brutalmente al ingreso a la universidad es una de las evidencias. Otra, ciertos desafortunados eventos que afectan a los hijos estudiantes de escuela y colegio. Varios, muchos… Desde luego las demandantes actividades extra hogareñas me salvaron de estar al tanto de todos, o salvaron a los maestros. Pese a ello algunos sí dejaron huella imborrable en mi memoria.
Uno, cuando mi única hija, la mayor de cinco, pasó una noche entera copiando en máquina la lista completa de candidatos a todos los cargos electivos del país y del municipio, de todos los partidos, publicada en periódico. ¿Objetivo didáctico de semejante estupidez? Ninguno, por supuesto. Peor aún. Días más tarde le pregunté cómo le había ido con esa tarea. “Mal, mami. Por cada error de dedo el profesor nos quitó un décimo. Tengo CERO”.
Contuve la ira en ascenso, cierta de dónde y con quién tenía que ser descargada. Fui al día siguiente al colegio y encaré al autor del desatino, en presencia del director.
“¿En qué horario enseña usted dactilografía a sus estudiantes?”, le pregunté hirviendo de rabia. “Nnnooo… no soy profesor de dactilografía…”, respondió. “Usted les dio una tarea, absurda, para copiar unas listas de candidatos interminables, en máquina. Después de haber amanecido en tal empeño, mi hija obtuvo ¡CERO! por los errores que cometió al teclear. ¿Cuál es el criterio que sostiene semejante evaluación?”. Después de varios segundos pesados de silencio, cabizbajo, dijo: “Le voy a aumentar la nota a su hija”. Mi rabia se incrementó. “¡Hágame el favor! Mi hija no sabe que estoy aquí y no vine a pedir que le aumente nota. Vine a sentar un precedente al cuestionar una tarea como esa, un criterio como el suyo. Por lo demás, la nota no sólo depende de la capacidad del estudiante; depende más de la del profesor.” Y –dirigiéndome al director quieto como una piedra: “Sería muy atinado que nos hagan conocer con anticipación que se admiten estas tareas irracionales, así podríamos pagar a terceros, en este caso podría ser una secretaria, para que se encarguen de hacerlas a la perfección”.
Otro, cuando mi penúltimo hijo que había comenzado a apasionarse por la química, participó en unas olimpiadas de la materia a instancia de la profesora. Le fue muy mal pese a haberse preparado con gran entusiasmo. ¡Cómo no le iba a ir mal! Si la señora esa que se decía maestra había registrado a sus estudiantes no en las pruebas correspondientes a sus cursos, sino a dos cursos superiores, con el deslumbrante objetivo de “que se den cuenta de lo mucho que les falta por aprender”, según había comentado con aire de pedagoga magistral. Quedé petrificada, sin reacción, al conocer esa terrible confesión. Pues bien, resulta que la señora en cuestión –eterna profesora del prestigioso colegio- determinó que el último examen del último curso del bachillerato en el que mi hijo se encontraba, sería de los temas X, Y y Z, liberando a los estudiantes de presentar en esa ocasión el cuaderno de tareas. Era hora del almuerzo cuando mi hijo llegó el día de tal examen, demudado y crispado.
- ¡Las preguntas no fueron de los temas que ella dijo, nos dio ejercicios de otros temas! Nadie pudo resolverlos. Se burló de nosotros, nos dijo que la teníamos merecida por no dedicarnos solamente a estudiar. ¿Y saben qué? Nos dio otra oportunidad, otro examen, mañana a las siete de la mañana, ¡a condición de presentar el cuaderno de tareas! Como nos liberó de eso, ¡No lo tengo, no lo hice y ahora es imposible ponerme al día! ¡Fue otra trampa! – con la voz quebrada.
- A ver, a ver… las notas no son solamente de los exámenes, hijo.
- No, creo que no…
- Pues tenemos que averiguar cuál es tu nota hasta ahora, sin el examen.
- Pero…
- No te preocupes.
Después de la indagación en la dirección del colegio, hecho el promedio, evidencié que mi hijo no necesitaba dar el dichoso examen, pues su nota final era de aprobación; baja, pero de aprobación.
- Como gracias a esta excelente profesora odias la química, te sugiero que busques los cuadernos y formularios y descargues sobre ellos tu rabia. Rómpelos, tíralos, ¡quémalos!… – le dije al informarle de la buena noticia recordando que eso mismo hice con mis materiales, código incluido, de derecho comercial cuando aún estudiaba la licenciatura.
- Pero… y el examen. ¿No me podrá aplazar si no lo doy?
- No, seguro que no, no te preocupes – sintiendo una profunda consternación al comprobar el grado de daño provocado por un sistema escolar de semejantes notas, gestionado por semejantes sujetos.
Día siguiente, siete menos cinco en la puerta del colegio. Los compañeros de mi hijo también, nerviosos y cariacontecidos en correspondencia con el acartonado momento del sacrificio: el examen. Solidaria les puso al tanto de lo sucedido, sugiriéndoles hacer lo mismo bajo la convicción de ser positivo para ellos. Ineficaz. Me quedó claro que el miedo a la sola idea de plantear algo así a sus padres se debía a que la expectativa de ellos era que logren la mejor nota posible, a cualquier costa. Sí. Incluso a costa de su sentido de honor. ¿Situación rara? No, común. En un país donde hasta para lo legal se paga coima y para lo ilegal se aplica presión, queda claro que la educación, no sólo en los establecimientos educativos sino en las familias, no se orienta al el ejercicio de la ciudadanía; eres un siervo o un abusivo, sin medias tintas.
Pasaron y pasaron los minutos. La preceptora llegó más de una hora después, pidiendo su pie derecho permiso al izquierdo para moverse. Salí a su encuentro de frente y con firmeza, dejando que mi expresión facial y corporal expresara el enojo que me embargaba. Quiso explicar su demora con voz temblorosa mientras ocultaba su rostro del mío hundiéndose hacia el suelo:
- No encontraba movilidad para venir…
- Señora, mi horario de ingreso al trabajo está muy próximo y no suelo llegar tarde porque me gusta cumplir mis deberes, ahorre explicaciones que salen sobrando y considere que llevo esperando su llegada junto a sus pobres alumnos hace más de una hora – le corté cual guillotina cayendo sobre el cuello de un condenado – estoy aquí para saber la situación de mi hijo menor en su materia.
- ¿El menor? – sin disimular su sorpresa – él no tiene examen hoy. No he traído las notas de su curso…
- Ni modo, esperé inútilmente entonces – saboreando su desconcierto.
- Le daré mi número de celular, para que me llame después.
- Bueno – Hasta luego – alejándome de prisa después de registrar el número.
Ni bien entré en mi oficina me habló mi hijo, desesperado:
- ¡Mamá! La profesora me hizo llamar con una compañera, quiere que vaya a dar el examen. ¿Qué hago?
- Cualquier cosa, menos caso. Deja el asunto en mis manos.
Llamé pues a la señora. Respondió.
- Señora, acabo de hablar con mi hijo.
- ¡Sí! Ya ha comenzado el examen, tiene que venir…
- No señora, está usted en un error. Le agradezco mucho su gran preocupación por la situación de mi hijo, pero puede tranquilizarse, no tiene fundamento. Ayer me cercioré en la dirección del colegio que la nota que él acumula en este trimestre por tareas, asistencia y los otros criterios de evaluación al margen del examen, felizmente le alcanza en el promedio, de manera que ya aprobó su materia señora, así que no se presentará hoy a rendir esa prueba. Dios le va a pagar como se merece por su comportamiento con los estudiantes. Que tenga un excelente día, adiós – cortando sin esperar su respuesta.
Aquel incidente le mostró a mi hijo que vale la pena pagar el precio de la dignidad. “Dignidad”, un valor extraño en un mundo donde campean la insinuación, el sometimiento y la adulación, entremezcladas con la corrupción y el abuso de poder.
¡Ay! Estoy acumulando una bronca monstruosa, insalubre – en acto de reconocimiento sincero de mi lamentable estado subjetivo – me salva del descalabro personal un cierto grado de autoestima que se sostiene en que acepto lo que soy con tranquilidad… no sé si con alegría, porque hay unos lugares oscuros dentro de mí que me hacen estremecer cuando me detengo a considerarlos. ¡Y otra vez aflorando mi autosuficiencia! ¿Soy autosuficiente? ¿Me sé autosuficiente? ¿Me saben autosuficiente? –secando apresuradamente mi cuerpo para ponerme cualquier cosa con tal que me resulte cómoda– Tal vez todo en uno. Aunque… a veces creo que de lo que se trata en verdad es de la tributación debida a una imagen que, en algún momento de la vida, tendría que revisar en mis recuerdos, decidí sería fuerte, o me decidí por fuerza a decidirlo. Mmm… y resulté fuerte, tanto que me quitó… ¡pucha!… humanidad. Pero está bien, es mejor… así me doy el lujo de enfrentar sin contemplaciones los problemas, buscarles solución, superarlos de cualquier manera.
Me arrebujo estremecida en el viejo y mullido salto de baño de un azul despintado que asemeja sucio, prenda que compré hace… hace… ¡qué sé yo cuánto!, nunca guardo tiempos, fechas, en la memoria… seguramente serán unos siete u ocho años. Siento el azote del frío invadiendo hasta mis pensamientos y hago lo que mi larguísima experiencia reactiva, instintiva e incontenible, me manda. Me despojo del salto quedando otra vez desnuda para buscar con premura algo para vestirme. Lo hago retornando al diálogo sostenido a gritos conmigo misma cuando estoy sola en el silencio más profundo.
Enfrentar los problemas… ¿qué problemas? ¡Todos! Ni siquiera esa palabra alcanza pues no bastan los problemas encontrados por ahí, no. He vivido, ¡vivo!, creando problemas, pues donde nadie ve carencias o conflictos, yo sí. Los veo o los invento. ¡Ja, ja, ja, ja, ja! –chantándome una gruesa chompa de cuello alto que yo misma tejí en alguna etapa de crisis personal cuando me convertí en una araña obsesiva sumergida a través de los dedos en la existencia de las hebras de lana que en veloz carrera tomaban forma de delanteras y espaldas, mangas y cuellos, para no correr el riesgo de torcerse en una cuerda… letal. – Los veo y los invento y me entrometo en ellos, por supuesto. No soy de las que esquiva el bulto, ni por si acaso. ¿Cuál es mi más remoto recuerdo al respecto? Mmm… Sí, será aquella vez que… ¿Cuántos años tendría? Unos ocho o nueve, hice llevar a una madre golpeadora a la fiscalía, aquella vez a pura lágrima. Todavía vivíamos en la casa de mi tía María, frente al templo de San Martín… ¡Ay, esa casa!…
Estoy intentando subir el cierre del jean que me parece dos o tres tallas menores a la actual. Efectos colaterales de haber dejado de fumar. Me tiro de espaldas sobre la cama, apropiando un consejo de mi hija, y sí, felizmente funciona, ahora lo voy logrando mientras levanto la cabeza hasta formar casi una recta entre mi cuello y mi mentón, cerrando con fuerza los ojos. Vertiginosamente se suceden en mí los recuerdos de aquella casa en que nací y crecí, al frente del templo de San Martín, la “iglesia de los indios”. Fue muy bueno vivir allí, en la frontera de los barrios habitados por mestizos más claros y los otros, por mestizos más oscuros; así mi hermano y yo, mestizos de los primeros, tuvimos contacto con ambos y descubrimos que nadie es bueno o malo porque sí o porque no, que todo es relativo y que la vida, parafraseando a Rubén Blades, te da sorpresas.
Casa grande, de patio central y con jardín, extraño jardín de altura donde lucían amapolas y julianas, pensamientos y geranios rodeando tres árboles de guinda que en los veranos solíamos asaltar los niños de las divisiones inferiores de aquella casi tribu formada por las tres hermanas y sus familias, contexto que nos evitó a mi hermano y a mí la condena a la soledad de hijos únicos; jardín convertido en un símbolo de opresión porque la chiquillada fue drásticamente maltratada por los adultos que velaban por el bienestar de las plantas a costa de la represión más sañuda a los juegos infantiles. Creo identificar allí la razón de mi profundo desinterés en la flora. No puedo liberarme del trauma ocasionado por esas vivencias de frustración y temor, acepto con resignación mientras aplico el secador a mi cabello mojado.
- ¡Uy, ya es tarde! –lanzándome por el pasillo a esa hora rebosante de sol para alcanzar las gradas y descender entonces rumbo a la puerta de calle– no voy a llegar retrasada por primera vez en la vida.
¿Por primera? Nnnnno… hubo una hace algunos años. También en invierno y siendo decana de la facultad. Iba retrasada, tiritando, cuando vi a dos muchachas con uniforme de colegio en la penosa tarea de sacarse los pantalones. Empaticé de inmediato con ellas: ¡tantas veces hice lo mismo, quedarme en calzones con apenas el uniforme encima para dar cumplimiento a la estúpida norma! Pero claro, eso fue tres y más décadas antes, así que me acerco a las mencionadas y:
- ¡¿Qué hacen chicas?! Esto no está permitido en los colegios, hay leyes y…
- Señora – me interrumpió una de ellas, mirándome a la cara con expresión de molestia– no sabe cómo es en nuestro colegio. Si se apura, ahorita mismo puede ver cómo nos pegan por llegar tarde, nos hacen juntar nuestros dedos, “potito de gallina” le dicen – y nos dan con la palmeta.
- ¡¡¡¿Qué dices?!!! –emprendiendo la carrera hasta el edificio educativo situado muy cerca.
A unos metros pude ver una fila de estudiantes en el zaguán y al fondo, la palmeta que sube y baja, descargando todas las frustraciones y complejos de quien la blande. La bestia que todos llevamos dentro, más o menos dormida, despertó y por poco arma una guerra. Con los ojos y los puños cerrados corrí dando largas zancadas mientras me veía rompiendo el alma al abusivo con su propia palmeta al llegar. No caí en la tentación, aunque tampoco la resistí por completo, lo admito: seguí la carrera lanzando una andanada de gritos, advertencias e improperios de todos los calibres contra el regente y el director, dejando el castigo a medias.
Llegué temblando a mi oficina y llamé a las radios para informar del suceso. Era una manera de vengar a las víctimas de ese abuso. No era suficiente. Llamé a la defensoría del pueblo pidiendo su intervención que jamás se produjo. Es que su representante era un impostor. En otras palabras, un buen militante del “proceso”, un proceso que ha tenido la virtud de poner a flor de piel la esencia de las personas.
Ya es sabido que lograr que el Estado actúe según las prescripciones del “deber ser”, del discurso declarado en el Derecho es, sin duda, una hazaña derivada de luchas incansables, individuales y sociales. Es y ha sido, siempre, una constante que sin embargo ahora es peor, desde que comenzó el discursito ese de la “revolución democrática y cultural” repetido con fervor a coro, en todos los tonos, por la caterva entera ante la debilidad de espíritu de los inseguros apurados en ser parte de ella para no morir. Débiles como aquel amigo, viejo compañero de lucha por la democracia y abogado a mayor abundamiento de irracionalidad, quien increíblemente me dijo que no es cierto que en el país el estado de derecho esté debilitado a raíz de la concentración del poder en el ejecutivo, que lo que está pasando es la emergencia de una nueva realidad que tendría que llevarnos a redefinir al estado de derecho. Esito sería. ¡Sí! ¡¡¡REDEFINIRLO!!! Igual que cuando un buen día resuelves que los derechos humanos los tienen unos y no otros… dependiendo de su manera de pensar, de su forma de vivir, de su grado de peligrosidad.
¿En qué momento nos perdimos?, porque hubo un tiempo de ubicación, tengo certeza. Nos perdimos tal vez muy temprano, al comienzo de nuestra adolescencia cuando caímos rendidos ante los gurúes a quienes reconocimos competencia plena y exclusiva para identificar la verdad, esa aceptada después sin rechistar… Complicado ¿no? Aunque no, ¡no! ¡Que complicado ni ocho cuartos! ¡Sencillo, fácil, cómodo! Lo otro, detenerse a reflexionar sobre la base de los principios, aplicar el mismo criterio a todos los casos, contradecir a la mayoría y enfrentarse a los poderosos, eso es complicado, y vital… o mortal, según se vea.
De manera que el panorama es coherente, sus partes encajan: la formación de maestros mentirosa, el bachillerato analfabeta, la universidad cantina, las autoridades y funcionarios ignorantes y abusivos, las ciudades basureros o los basureros ciudades… el mal olor y la pestilencia. Todos los males en efervescencia. “Proceso de cumbia” parafraseando a un ensayista genial, tiempo de desastre, de impostura cínica, de perversión general… La depredación de la naturaleza, la violencia generalizada, la judicialización de la política, la hipertrofia de la corrupción, el reino del mal sentido, la promoción de la ignorancia, “el abandono de los valores éticos y estéticos” como reza el título de un artículo de HCF Mansilla … Faltan palabras y tiempo para seguir. Espesas “Sombras en la oscuridad” de un Estado pluri, multi, vario, inter, intra, supra… ¡perfecto! a los ojos y en las bocas de sus fanáticos militantes, verdaderos “Ángeles del infierno”.
Ganas de dejarlo todo, de emprender la huida a cualquier o ninguna parte, volver a dar la espalda a lo vivido y partir sin mirar atrás, desgarrando el corazón en la partida para enseguida curarlo con preguntas profundas sobre el futuro y la esperanza, el presente y la desesperación, de si estamos a tiempo o ya no. Incertidumbre y expectativa sobre las personas inventariando tantos desengaños. No sé si por una imagen falsa que proyectan o – ¡quién sabe! – por las propias expectativas formadas sobre ellas o – asumiendo uno de mis peores defectos – por ese afán incontenible de hacerlas a mi imagen y semejanza. Así que al menos se funda el beneficio de la duda y confiar en que se funda tener confianza en las ellas, sí. A veces pueden sorprender buenamente, seguro. Además no he dejado de apostar con temor de frustrarme, a lo nuevo y bueno que pueda suceder, no sé si eso podría llamarse esperanza, pese a todo y aunque sea tan sólo con respecto a lo que cada uno puede hacer.
Lo hago, me alejo, sin mirar atrás, como me gusta hacer. Rematando todo lo que tengo. Llevándome hasta a mis muertos. Es la única manera de irse totalmente. Inauguro una experiencia de suspenso, provocadora de mucha adrenalina en la sangre, como caminando sobre una senda pedregosa bajo apenas unos destellos de la tenue luz de una luna menguante en noche nublada. A la velocidad que puedo, casi a tientas, con las manos extendidas protegiendo el rostro de aquello que no se ve y se sabe – se teme – puede estar allí, esperando…acechando. Para bien o para mal, prosigue la marcha… tal vez tengas un encuentro… o quien sabe, un reencuentro capaz de cambiar para siempre tu vida.
[1] Fiesta tradicional de la ciudad de Potosí, en recordación de San Bartolomé.
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