Gisela Derpic | LIBERANDO II
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LIBERANDO II

ALTURA

Tierra de todos… de nadie, planeta de contrastes, hacia adentro y hacia afuera. Sol calcinante, resuelto a emplazar un lente para volver su rostro hacia ella, sumando y multiplicando la potencia de sus rayos al descargarlos sin clemencia; rayos que sin calentar queman con ferocidad hasta al frío que cala también hasta los huesos.

Corazones magnánimos abiertos en el regalo de una hospitalidad fraterna a cuanto forastero llega. Mentes envejecidas acunando a los sueños al tiempo que huyen de ellos, sueños con el momento anhelado de descender escapando para siempre hacia tierras benignas, más tibias.

Seres vivos, parecidos ¡tanto!, a las rocas multiformes de la gama entera de los colores confluyentes en aquel entorno montañoso de las aglomeradas edificaciones dibujando casual y atropelladamente, sin ton ni son, las calles y las plazas desde el momento mismo del comienzo de la fiebre por hacerse ricos; cuando el único gobierno era el de la soledad y el silencio, dueños de esos lugares al principio de la historia, visualizados ahora mismo por mis ojos cerrados en un ejercicio indefinido entre la memoria y la imaginación, como un paraíso entretejido por un cielo de azul intenso asfixiándose poco a poco, sin darse cuenta, por los más de cuatro mil metros de altura, y la planicie de tierra arcoirídica que yace tendida, exánime, a punto de despertar o de dormir, no se sabe aún, entre los ramales cordilleranos, salpicada de las piedras que ocultan y descubren de trecho en trecho los aterciopelados almohadones verdes de las yaretas milagrosamente extendidas a lo largo de centurias; soledad y silencio arrinconados de una sola vez, sin contemplación alguna, por la estampida de la tropa bulliciosa atenta tan solo al tintineo de las monedas, caterva precursora y acompañante, ojalá algún día plañidera, del capitalismo llegado para afincarse hasta ahora, más salvaje que nunca y más egotista que siempre.

Riquezas inconmensurables huyendo con cinismo sin cesar, precipitadamente, de la miseria brutal que provocan; lo único que queda, lo único que dejan, después de todo.

 

  • ¿Cómo puedes seguir viviendo aquí? – me preguntó una vez uno de mis hijos, de visita por unos días en la casa familiar.
  • Mmm… no comprendo esa pregunta. Vivo aquí porque nací aquí, porque aquí tengo mis cosas, en fin… no sé cuál es el sentido de esa pregunta hijo.
  • Cuando yo vengo, a los pocos días, dos o tres, de haber llegado, siento una carga de energía negativa tan fuerte, tan pesada, y ya tengo que irme porque no la puedo soportar.

Lo pensé por unos instantes, tratando de escudriñar con mis ojos su alma a través de los suyos, tan parecidos a los míos. Hacía unos meses escuché algo similar por versión de una mujer extraña, llegada también de visita, una vidente según se decía, quien, por supuesto “veía”, y confesó sentir esa misma opresión interna que la mandaba lejos, la empujaba de vuelta por donde había llegado, pronto.

Nunca me detuve a considerar un asunto así con respecto a mí. Tenía demasiadas cosas importantes ante mis ojos como para hacerlo. Los incesantes pensamientos proferían alaridos manteniendo fuera del alcance de la conciencia las vocecillas imperceptibles de mi corazón, único refugio de la esencia ignorada tanto tiempo, tantas veces.

Tampoco me detuve alguna vez a preguntar siquiera si estaba o no bien en este lugar, dándolo por hecho, porque si tenía algún quehacer, obviamente me sentía bien y eso bastaba para estarlo. Es que –shhhh, en voz bajita–, “soy una activista” y siempre, hasta ahora, tengo, busco, invento, qué hacer… sólo que ahora por fin ya sé que, en ocasiones, pese a tener qué hacer, estoy mal.

  • ¿Sientes eso siempre que estás aquí? Cuando eras niño, ¿también lo sentías? – inquirí.
  • No mama, no. Comencé a sentirlo cuando me fui a estudiar a otra ciudad. Es como una opresión fuerte en el pecho…
  • ¿No será la altura?
  • No, no es físico propiamente porque puedo caminar mucho y rápido, hacer esfuerzos, levantar pesos… Es otra cosa, de adentro, profunda.
  • ¿Le encuentras alguna explicación?
  • Es una energía oscura saliente de allí, del cerro. Es algo así. Se debe, creo, a que el cerro es un cementerio gigante, ¿no? Tanta gente ha muerto y seguirá muriendo ahí dentro, todo por la riqueza. Yo siento eso, creo eso.

Riqueza y muerte, juntas, precediéndose y siguiéndose. Sí, así consecuentes, sucesivas, una y otra. No es una combinación improbable; por el contrario. Como poder y muerte, igual.

Aquella mole de roca y tierra erguida arañando el cielo hacia el sur,  hecha visible desde muy lejos por sus dimensiones impresionantes es, entre otras cosas, una muralla erigida sin la mediación de mano alguna, tan enorme como para contener los incesantes vientos que soplan amenazando llevarse todo por delante. Es, además, un coloso de plata y de estaño y de zinc y de antimonio y de plomo y de…. ¡ya, ya, ya, para qué seguir! Coloso, pero ¿sabes qué?, es hembra. Sí, sí, sí, eso decían los abuelos de los abuelos de los abuelos de los abue… y otra vez, ¡ya, ya, ya, para qué seguir! Repitiendo los relatos oídos desde la niñez por quienes nacemos o vivimos allí, contados en primicia por boca de esos antiguos testigos seguramente habitantes de este lugar cuando los llegados de lejos, desde el norte, desde arriba, ¡quién sabe desde dónde!, llegaron, ¿no? Pues así, esos abuelos que supieron, esos que vieron, esos, contaban que los cerros siempre son pareja, van de dos en dos, uno es macho y otro hembra. En este caso de la tierra alta descrita con mis palabras para ti, el Grande, hembra y el Chico, macho. Otro contraste añadido a los demás.

  • El grande, ¿hembra?
  • Sí, conocimiento o constatación sumergida dentro de esa manera de ver las cosas donde lo femenino es históricamente subestimado. Extraño. Y si me atrevo, algún día contaré la historia subyacente a la leyenda… o la leyenda subyacente a la historia, no lo sé bien, como que me pierdo.
  • Mmm… el cerro hembra, interesante, inquietante. Y dices que hay una historia, una leyenda. ¡Oíme!, me contarás ¿no? Si quieres, claro.
  • Si quieres tú, si hay tiempo… más tarde.

En ese planeta vi por primera vez la luz y, como en cualquier parte, igual o poco más o mucho más que todos, inicié el denodado y persistente combate por alcanzarla. Allí crecí, sintiendo el desafío y la importancia de ser y estar en medio de las aglomeradas rocas asomadas trabajosamente a lo largo de milenios desde las entrañas de la tierra para bañarse del día, como recién nacidos. Allí estuve la mayor parte de mi tiempo y, sin embargo, fue muy poco antes de marcharme cuando tuve la ocasión de subir a ese cerro, varias veces, hasta la cima.

  • ¿Hasta la punta?
  • Sí, hasta la misma punta.
  • ¿Qué sentiste allí?
  • ¡Tanto, sentí tanto! La primera sensación me devolvió la conciencia de mi condición de ser diminuto en la inmensidad, la del universo entero y la de ese coloso de casi 4800 metros de altura y casi, también, 7 km de diámetro. Saber eso, sentir que somos lo que somos, nada más y nada menos, es bueno, muy bueno. Igual nuestra conciencia de la mortalidad. ¿Leíste el cuento “El inmortal” de Borges? Lleva a descubrir la maravilla de ser efímeros, aunque vivamos muchos años, ¿no?, efímeros felizmente… ¡felizmente!, y pequeños, añado de mi cosecha. Con todo lo que puedo tener afuera y adentro mío, un punto invisible en el universo, eso soy.

Estar de pie en la punta del cerro para mí lo era todo en ese instante; para el cerro y el cosmos del que él es parte, nada. Se hacía superlativa la experiencia por la fuerza de los vientos azotándose sobre mí, ululando a gritos, porque allá arriba es así todo el tiempo. Parecían encargados por quién sabe qué espíritus ignotos de llevarme lejos de allí para poner fin a la intrusión indeseable quebrantadora de una quietud milenaria, eterna, merecedora de respeto en contemplación tan sólo lejana, silenciosa, inofensiva, cumpliendo su tarea decididos, sin disimulo alguno de su aborrecimiento a los ajenos. ¡Cuán débil me supe entonces!

Mis ojos se perdieron en el horizonte pétreo de los tonos violetas y azulados presentes a donde quiera mirase, a la manera de un telón de fondo circular inmutable que, así como te guarda, te cerca, dándote seguridades y provocando sentidos claustrofóbicos pese a la inmensidad. Un cielo azul oscuro de invierno, total y profundo tan parecido a un domo interminable, ¡impresionante! Allí, con los pies lo más separados posible, arrebujándome en mis gruesos ropajes, a la misma vez me sentí pequeña y frágil y me di por sabida de la importancia de estar viva, de SER viva, en ese océano duro y quieto de las cordilleras silenciosas y pacientes dejándose peinar sus cabelleras arenosas y metálicas con los dientes afilados de los vientos llegados del sur decididos a buscar y a descubrir algo distinto a la sequedad plana y menuda, roja, cansados de saborearla en el desierto más seco de la tierra, más al oeste y más al sur. Sientes entonces tu pequeñez y tu debilidad, pero también te sabes, te sientes, vivo, aunque mortal.

  • ¡Mierda! ¡Qué importante eso que dices mami!

         Sí, así lo creo también. Pero no solamente eso sentí, ¡no! Ahí arriba están las bocaminas por donde los españoles explotaron desde 1545 los minerales. Son decenas y decenas. Verdaderos portales tallados en la piedra como precedentes de las galerías principales abiertas a través de la incesante persecución de la riqueza, dirigidas todas hacia las profundidades donde nadie sabe si las vetas se encuentran en parajes sólidos y firmes o arcillas deleznables, rodeadas de gases letales. ¿Sabes qué fue lo que me impactó con mayor fuerza allí? Detenerme a contemplar los puntos llamados de “descanso” situados en los umbrales, “descanso” de los mitayos, antecesores y hermanos mayores de tus hermanos, mis hermanos, NUESTROS HERMANOS, los mineros. “Descanso”, tozudamente entre comillas, porque son unas losas en que cabría un ser humano sólo en posición fetal, losas frías como la histórica ambición agresora del instinto solidario de los humanos, losas duras como los corazones de los patrones, losas ásperas como el trato a los indígenas y a los pobres… sólo quien está agotado al punto de ya no guardar sentido alguno de su cuerpo puede derrumbarse en un sitio así, como arrancándose los huesos y caer desmadejado para desaparecer un poco quitándose del abuso y la explotación, ante sí mismo, solo, cerrando los ojos.

Allí me quedé sola, quieta y mustia mirando las losas, imaginando el fúnebre desfile a través de la cortina mojada de mis lágrimas anónimas por los igualmente anónimos obreros de la muerte que por miles quedaron en ese lugar, dejando cada cual su hálito final y su cuerpo, porque seguro su corazón y su alma, no.

Allí también, en esos sitios de intensa historia, a semejante altura, donde parece nada puede germinar, pude ver helechos. ¡Sí, sí, sí!, suena increíble, como se me antojó cuando los vi azorada por el misterio vital en tal escenario yermo, extraños helechos. Pequeños, ralos, de color oscuro y hojas afelpadas gruesamente, demostración de la vocación de vida afanada en alcanzar las gotas de agua que aún allí se encuentran.

Hacia el sur del coloso se extiende una meseta cruzada por el camino carretero bifurcado más allá, para elegir entre irse a los valles o a otras minas; una meseta sobre la que no atisban la flora y la fauna porque huyen, espantadas, a los venenos contaminantes del aire, la tierra, el agua; una meseta donde fueron multiplicándose los ingenios mineros, por decenas, algunos con diques de colas semejantes a montañas cortadas por el medio vistas desde un plano chato horizontal, y cráteres purulentos desde otro alto vertical. Varios se asentaron en extensiones de los territorios identificados como patrimonio de los pueblos originarios con algo que ver allí todavía, a los que se les otorgó títulos de propiedad, impedimentos para venderlas porque tienen la finalidad de ser la base de la subsistencia y, ojalá, desarrollo de estos pueblos. ¿Cómo es que están esos ingenios allí? Habría que preguntar, si se quiere, si se puede… aunque no sé para qué.

Hacia el este, en plena cordillera, están las decenas, casi cuatro, de lagunas artificiales mandadas a construir por un virrey, genio de la maquinaria de explotación minera a gran escala, para recoger el agua de lluvia y garantizar su provisión para el consumo humano y animal, y especialmente, cómo no, para el trabajo de las minas del cerro. Fue el tiempo de la hipertrofia generalizada, de la masificación de la mita, de la universalización del acullico… de la puesta en marcha del tren del saqueo y la depredación en serio.

Hacia el norte están los senderos y caminos que desembocan en aquella confluencia de barrios altos desordenados, con las casas dispuestas en la configuración de callejuelas angostas y ondulantes adrede para esquivar al viento con las curvas de su ruta, evitando darle frente o espalda al sur en lo posible. Adrede además para hacer difícil la huida de los muchos pillos estantes y habitantes en los sitios donde circula la moneda. Barrios altos con penetrante olor a metal, donde se deposita polvo de mineral sobre la gente y sus cosas. Dentro de ellas, igual.

Construcciones típicas de techos bajos, puertas pequeñas y ventanucos inevitables pero indeseados. Tiendas con vitrinas de madera donde lucen, en surrealista compañía, el pan y la dinamita, vital y mortalmente, alternadas con bares y cantinas donde el alcohol derriba los muros de la compostura encendiendo las bajas pasiones hasta demoler por fuera y por dentro a los obreros subterráneos que presentan como prueba plena y perenne de descargo su trágica existencia condenada a la oscura inseguridad en los parajes lindantes con el averno. Por eso están convencidos ellos y convencen a los otros del derecho y de la razón suficiente para beber, golpear, desconfiar y vivir al día cada día, gastándose hasta el último centavo sin esperanza.

¿Eligen ser así? ¡No, seguro no! Como todos, gestados en un vientre y alumbrados con dolor, somos según el sitio donde caemos, para bien y para mal, sin mérito ni culpa alguna. Por eso es tan importante saber de dónde venimos y dónde estamos parados, porque las raíces no pueden condenar, ¡no tendrían que condenar!, sino más bien, plantar y sostener.

En este caso, ya en la cima del coloso o en sus interioridades, en sus senderos cimbreantes o en las calles adyacentes, más o menos arriba, nos marca el desaliento por los siglos de saqueo, nos sentimos los mitayos explotados sin remedio ni futuro, nos carcome el pesimismo y hace tanto ya se perdió, perdimos, la fe en lo único merecedor de una apuesta: lo que somos capaces de hacer, aquí y allá, hoy y mañana. Sí, extrañamente, en lo mucho que somos capaces de hacer a condición de ponerlo en evidencia ante nuestros propios ojos, ahora mismo, sin excusas posibles ni lamentos admisibles. De eso se trata el desafío, el nuestro, el de todos, CON todos, nada más. Démonos por enterados y abandonemos finalmente las pesadillas de un sueño letárgico tan parecido a la muerte, prolongado en viejos despertares.

2 Comments
  • juan carlos arostegui
    Posted at 20:55h, 01 julio Responder

    Puntos de descanso. Incluso sobre las lapidas, a veces es necesario detenerse, aun dentro del vientre de ese otro mundo, parido por la codicia del oro y la plata. La muerte. Punto de descanso. Un café, también. Un romance, por supuesto que si. Puntos de descanso, me encanta.

  • Ivette Durán Calderón
    Posted at 03:41h, 02 julio Responder

    Sensibilidad y vivencias plenas.
    Reflexiones necesarias, duras, crudas pero reales.
    Me gusta, me llega.
    Gracias, Gisela por compartir tu sentir y vivir. Eres una digna mujer boliviana, absolutamente capacitada para grandes empresas.
    Expectante de la parte III.
    Te abrazo.

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