14 Feb LA ÚLTIMA MISIÓN DE BASILIO
Era un despacho que tenía una ventana inmensa como el ecran panorámico de una sala cinematográfica, a través de ella se veía un gran paisaje urbano con techos de tejas artesanales color coral y amarillo indio y cumbreras cansadas de sostener al tiempo y, más allá, un extenso desierto de montañas de color azul amatista, cobalto e índigo formando un gigantesco mar de olas petrificadas. En el interior y en el centro mismo de la ventana estaba un gran sillón, con un espaldar alto como una torre y el hombre que lo habitaba tenía un inmenso poder proveniente de anónimos bienhechores de Alemania, sólo se podía ver el espaldar y antes de él un escritorio de madera con un reluciente vidrio color turquesa que parecía una fuente de agua plateada teñida por la luz del ecran. El piso era de madera caoba y estaba inmaculadamente pulido y abrillantado. En el despacho había ocho sillas, cuatro a cada lado, dispuestas con una exactitud escalofriante. La puerta de la oficina estaba abierta y entre el escritorio y la puerta se había detenido un pequeño, delgado y sobrecogedor hombre de barro, detrás del hombre una estela de migas de pan, tierra y un olor acre a cuerpo sudado.
El hombre que había entrado en silencio vestía una “chompa” deshilachada y vieja de color lavanda con manchas de tierra en siena y ocre y unos pantalones miserables y sucios, calzaba “abarcas” de goma reciclada y tenía un semblante de animal hambriento. Su humildad palmaria era la de un gusano en medio de una recua de mulas y en sus manos, martirizadas por alguna rutina brutal, estrujaba un sombrero grasiento. Finalmente, luego de una interminable pausa frente al espaldar del receptor de las donaciones arias, se atrevió a inhalar el aire para ver si en la exhalación salía alguna palabra.
- “Buen día señor…” y siguió farfullando sin levantar la cabeza “…la gente de Santa Rita dice que tenemos derecho a…” y luego murmuró frases inauditas y retorció su sombrero como si acabara de cometer un ilícito.
- “¡Váyase al carajo!… ¡Salga de aquí o lo saco a patadas!”, contestó el hombre del sillón, sin siquiera girar para ver a su víctima. Era una voz potente, segura de sí misma y su aliento empañó el cristal de la ventana dejando a la ciudad y a la cordillera en la niebla.
El hombre no se inmutó, no sintió temor ni odio, respiró varias veces y vio que aún tiritaban un cenicero de obsidiana y un pisapapeles bañado en oro sobre el esmaltado escritorio, luego miró sus pies agrietados y sucios, retorció su sombrero entre sus leñosas manos, dio media vuelta y salió en silencio, dejando los vestigios de su pavorosa miseria en el reluciente piso vitrificado.
En seguida entro una mujer sencilla con un trapeador húmedo y retiró los rastros del visitante y luego irrumpió la secretaria, una mujer bonita de cabellos castaños, con un ambientador en la mano y roció el despacho con fragancia de magnolia. Ahí terminó todo, nada más se dijo ni se diría jamás en el despacho del irremplazable dios, intermediario de la caridad teutónica.
“¡Váyase al carajo¡… ¡Salga de aquí o lo saco a patadas!”, siguió resonando la voz en la cabeza del miserable que salió hasta la calle y se sentó en la vereda. Cada cierto tiempo levantaba sus ojos empapados hasta encontrar la gran ventana panorámica, pero sólo veía el reflejo del cielo azul y de unas rasgadas nubes errantes. Permaneció en la vereda más de tres horas, hasta que el sol comenzó a enfriarse. Cuando los embarullados cables eléctricos relucieron como hilos fosforescentes en el fondo que se había tornado de un color azul de Prusia, el hombre se levantó y se fue caminando volteándose y mirando el vasto cristal que ya tenía a mercurio entre sus posesiones.
Después de remontar dos o tres horizontes montañosos, todavía se revolvió una vez más y miró las luces de la ciudad apareciendo y desapareciendo detrás del polvo que levantaban las ventiscas de invierno.
Las correas negras de sus abarcas se habían acomodado en las huellas bajo relieve de sus pies y sus dedos y talones secos y agrietados parecían enmohecidos o tallados en piedra, pero el hombre caminaba firmemente y a un ritmo sostenido, totalmente concentrado y jadeando como si tuviera urgencia de llegar a algún sitio. Cuando la noche se hizo más negra y más evidentes eran las estrellas y el frío, sacó de su camuflada bolsa étnica, un poncho de color granate y cubrió su cuerpo. Al fin, después de más de cuatro horas de caminata, a ritmo de hombre cabreado, llegó a un caserío defendido por unas inmensas piedras que proyectaban largas sombras impenetrables sobre la tierra color wengué. Una sola luz ámbar salía de la única ventana insomne y formaba un charco amarillento en la calleja. El hombre abrió la puerta y entró en silencio, se acomodó en un rincón al lado de un indio ebrio y durmió como un perro famélico.
Al día siguiente, con los primeros rayos del sol, estiró las piernas y los brazos, apartó el fuerte olor a almizcle y salió a ver el enorme laberinto de montañas azules, pero el aroma de los panes del horno de la dueña de la posada lo despertó nuevamente. Sus manos entraron y salieron con desesperación de sus andrajos y hasta se quitó el viejo cinturón de cuero repujado, claveteado por cientos de ojales metálicos, y buscó las hipotéticas monedas, pero nada, sólo unos granos de maíz tostado y unas migas de pan duro y algo de arena. Entonces recordó la voz inapelable del hombre blindado por el gran espaldar y ensombrecido por la deslumbrante luz de los cristales: “¡Váyase al carajo!… ¡Salga de aquí o lo saco a patadas!”.
Una mujer cargada de una gruesa manta negra salió de la casucha con dos panes calientes y un vaso inmenso con agua de manzanilla azucarada y se dirigió al hombre. La luz rasante del sol daba en todas las cosas sobresalientes, tejados, pedrones, copas de los árboles y atravesaba el efímero vapor de la infusión y los cabellos de las trenzas deshilachadas de la anciana. “Sírvase”, dijo, y volvió a meterse por la descuadrada puerta principal por donde había salido. El hombre se puso de cuclillas en un rincón de la callejuela y comió y bebió pausadamente. Devolvió el vaso, agradeció la gentileza y luego se marchó menos triste, mirando de frente al horizonte que permanecía sonrojado en la tierna mañana. Su cuerpo pequeño y empolvado pronto se perdió, entre las luces de unas diminutas flores chispeadas por el pesado sol que se levantaba. Todavía debía subir a tierras más altas para luego peregrinar en una profunda herida de la tierra que lo llevaría inexcusablemente hasta su destino definitivo.
Su rostro revelaba una gran decepción. Estaba claro que ya nunca volvería a estos altos páramos porque levantaba las manos y acariciaba el aire como si tocara los inalcanzables paisajes. Su mirada serena y penetrante de hombre suicida les decía hasta nunca a las altas montañas, adiós a las aguas inmovilizadas por el intenso frío en formas de espléndidas cascadas de cristal de roca, impensables pistas arrinconadas de vidrio esmerilado, lúcidas rampas de blanco tul o simples charcos de plata bruñida, adiós al arrebato de las fuertes pendientes y masas enormes de rocas deslumbrantes, a los hijos de los volcanes y areniscas y conglomerados gigantes de vocaciones celestiales, adiós y para siempre a los cerros encadenados y solitarios y a las montañas medias y bajas, hijas de las pasiones, de las ígneas furias terrestres y también a las hijas de la paciencia, del milenario laboreo de las fuerzas universales. Me voy, para siempre hacia las profundas heridas de la cordillera obra de ríos indómitos, constantes, tan largos en el tiempo como en la tierra. Me voy a los depósitos del tiempo, a los valles iridiscentes de aguas y hojas reverberantes. Solo tengo que seguir a esta vertiente de aguas cristalizadas y en unas horas se habrá convertido en un gran río y habré terminado de irme para siempre.
Con una ventisca de aire seco y polvo, por entre unas inmensas rocas caídas de las alturas en medio de los rubios pajonales, ingresó a un valle rodeado de altas montañas. El valle parecía un inmenso lago de arena pedregosa con unas plantas milenarias que asemejaban aglomeraciones de burbujas verdes de piel densa y resinosa. El lugar era un verdadero páramo de tierra seca poblada copiosamente por estas pretéritas y resistentes plantas. Solo las huellas caóticas de alacranes y lagartijas eran visibles en la arena salpicada de piedras grises. El hombre cruzó el valle y siguió descendiendo muchos kilómetros, paso a paso, por entre las rocas y los pajonales, dejando atrás las aguas momificadas y escuchando cada vez más el dulce canto inagotable de las vertientes. Al principio unas notas altas y traviesas, como el tintineo de muchas monedas de cobre descendiendo a su lado, saltando de piedra en piedra, acompañadas por un leve, casi atmosférico e inaudible coro de voces femeninas, escurridizas, mezcladas con el viento suave de la tarde. Más adelante, según iba bajando, el agua se declaraba indómita, insurgente, inevitable con tonos enérgicos y sentimentales y algunos chasquidos en las orillas de canto y nuestro hombre adquiría un ritmo más ligero y vigoroso; finalmente, ya casi con la tarde, el agua sonaba como una sinfonía de abrumadoras pasiones, retorciéndose en su cauce, apabullando con sus percusiones a las rocas y haciendo saltar notas blancas de espuma por el aire. Una tras otra fue dejando las lagunas atrapadas en la cordillera, algunas celestes con nubes blancas en su seno, otras tan cristalinas que dejaban ver sus entrañas pedregosas de color sepia y otras simplemente con matices degradados desde el azul verdoso hasta el color turquesa pasando por el cian, hasta que llegó a una laguna totalmente confinada, con una superficie tan lisa como un vidrio inmaculado. Ni una sola onda, ni una sola planta acuática ni roca emergiendo, solo la superficie pulcramente bruñida y el rumor del aire remontando a las paredes mudas, oscuras y casi verticales. De cuando en cuando caía una roca que descendía golpeando varias veces antes de detenerse, dejando en el aire transparente un ruido amplificado que parecía un trueno errante, yendo y viniendo, rebotando de un lado para otro. Era un sitio lúgubre, lleno de misterio y melancolía, como un paraje de los muertos. A veces alguna roca daba en el espejo de agua y las ondas mudas, una tras otra, crecían silenciosas hasta desvanecerse arropadas por el eco del estruendo y del chasquido. Nuestro hombre reverenció a la laguna, hizo una ofrenda muy sencilla y puso la mirada en la salida flanqueada por rocas tan altas y oscuras que daban vértigo. Era el último sitio antes del valle definitivo.
Siguió descendiendo por una ladera detrás del río, sin orgullo, sin soberbia, sin ninguna superioridad frente al paisaje, mirando con ternura, respeto y agradecimiento sincero a la naturaleza. La piel de su rostro, expuesta al sol todos los días y a las brasas durante las noches, era de color oro perlado y estaba tan agrietada como la corteza de un castaño. De pronto, el viejo escuálido y terroso se desbarrancó en otro tiempo y comenzó a agazaparse y a escurrirse entre los matorrales, levantó el vástago de una quiswara y se enquistó como un animal acorralado. Abrazado del leño rememoró las balas que de uno y otro lado pasaban violentas atravesando hojas y ramas desde las ametralladoras ligeras Maxim o las Madsen apoyadas en sus trípodes. Esas balas son de una Wikers, pensaba, fuertemente pegado al árbol y asido al leño mientras el agua de las hojas y las ramas despedazadas aún volaban por el aire ahumado. Finalmente escuchó la voz de un oficial gritando entre los estruendos de los morteros enemigos “¡Resistir pendejos! ¡Resistir firmes y pendejos!”… Hasta que el acero frío del enemigo invisible lo dejó huérfano de mando. “Por primera vez en mi vida vi la muerte de alguien que no debería morir”, pensó nuevamente, y pensó también que pudo haber sido desde una subametralladora Bergman o una Styer. Luego descansó en una piedra y recordó cómo lo sacaron de su entierro y lo llevaron preso a construir un estadio en una ciudad de fuego.
El sol no había dejado de brillar todo el día, pero el hombre sostenía una marcha de ritmo intacto. Ya no eran sus músculos los que hacían ese milagro, sino su espíritu cada vez más fuerte y decidido. Siguió su marcha rumbo al atardecer aún cuando estaba tan consumido que parecía que el sol había logrado sacar sus vértebras y costillas por encima de su piel. Cuando el astro rey se hizo menos intenso, declinando hacia las cumbres eclipsadas, encontró una grieta inmensa con laderas extensas, pobladas de palques y algarrobos y con un espejo áureo en el fondo del valle como si le hubieran puesto un barniz vidriado a las purificadas aguas del río. Apresuró el paso y escuchó en la rinconada norte del valle las campanas de un templo olvidado hace más de veinte años y a los pies del campanario un pueblo de légamo, aletargado y casi invidente. Era su hogar, el lugar donde había sido exiliado mucho antes de su nacimiento, cuando se fundó una nación lejos del entendimiento de sus padres.
Ya en su pueblo, aún con vida, lejos de todos los alcances del desarrollo, caminó solemne, con el pecho taquicárdico, hasta llegar a su mísera morada. Después de que el crepúsculo sucumbió a la tempestad oscura, ya con las ollas de arcilla en el regazo de la cocina de barro, y con una lagrima que descendía de sus ojos como una gota cristalina de agua por una hoja seca de otoño, volvió a recordarle a su mujer y a sus hijos cómo fue sorprendido por una guerra que no comprendió nunca y a la que lo llevaron a gritos, a rastras y a patadas, para enfrentar a un enemigo que no sabía quién era ni qué quería. Les recordó que trabajó de esclavo mientras fue preso de guerra. Luego les refrescó la memoria diciéndoles que unos años después lo convocaron a luchar por la tierra, por la educación y por el voto de los indios y que en la plaza principal de la ciudad, muy cerca donde se acuñaron las fortunas de España, cayó herido de cara contra los adoquines líticos en plena lluvia. “Estaba lloviendo, repitió, y vi cómo mi sangre se mezclaba con el agua y se iba calle abajo”. Les dijo que se despertó en una cama de campaña dentro de una nave inmensa sostenida por columnas gigantescas y cruciformes de capiteles dorados y con altares colmados de rosas, dalias, margaritas, hortensias y claveles blancos y frescos; cirios descomunales y vitrales de colores brillantes, junto a otras camas y otros heridos. “Creí que había muerto y que estaba en el paraíso”, dijo, pero aclaró que lo habían llevado a un hospital improvisado en la estupenda catedral de la ciudad, bajo el cuidado de unas monjas con ademanes sagrados y con intereses volátiles.
Finalmente les recordó casi en silencio, con unas cuantas lágrimas más en sus áridas mejillas, y con el olor del maíz cocido aromatizando la noche, cómo lo llevaron a un bloqueo de caminos cerca de la capital, en vísperas de la democracia, “razón” por la cual lo persiguieron por los extramuros hasta que lo atraparon en un muladar de la ciudad donde se había escondido. “De un solo golpe, con un palo de picota, me desvanecieron”, dijo, y luego siguió narrando que despertó desnudo y cabizbajo, colgado por los tobillos de una cuerda muy delgada y con las manos amarradas a la espalda, completamente extraviado en la oscuridad. Toda una dictadura militar le había caído encima y lo metían y sacaban de un turril alquitranado lleno de vómito. “Estuve preso más de tres meses y nadie preguntó por mí. A mi mujer le habían dicho que caí en las manos de la dictadura y ella no supo qué hacer porque no entendía qué mierda era eso”, dijo.
Al día siguiente, con toda la comunidad reunida en el canchón de los animales ausentes, le dijo a la gente: Ustedes más que nadie saben de mi vida, saben que estuve en la guerra, en la revolución y en la lucha contra los dictadores. Nuevamente me necesitaron y nuevamente respondí, ahora fui a pedir que otra patria venga aquí y haga algo por nosotros, pero ahora me mandaron al carajo y aquí estoy y de aquí ya no me saca nadie.
César Camargo Iñiguez
Marzo de 1991
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