Gisela Derpic | LA TÍA ANITA
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LA TÍA ANITA

Así te llamamos, antes y ahora, siempre; tus sobrinos de sangre y de afecto, unas dos docenas, al menos. “Anita”, sin vuelta, con el perenne tono de ternura de tu agraciada presencia, de todo lo que hacías, de tu eterna negativa a dejar de endulzarles la vida a los demás, aunque no hubieran hecho mérito alguno para ello; más aún, aunque hubieran hecho lo contrario. En especial tratándose de los chiquitines, todos tuyos sin haber alumbrado a ninguno.

La claridad de tus ojos entre celestes y verdes, tan profunda y hermosa como las aguas del Adriático donde cada mañana se bañaban tus padres en su patria lejana, fue la misma de tu íntimo ser, incapaz de siquiera desearle el mal a alguien. Si hubieras inventado tu propio lenguaje, no habrías incluido los vocablos amor, misericordia, solidaridad y perdón porque formaron parte de tu esencia natural, eran intrínsecos a ti; tanto, tía Anita, que estoy convencida de que si pecaste lo habrás hecho por excederte en la bondad, pese a quien pese.

Tierna, cariñosa y dulce. Buena. ¿Débil? ¡Qué va! Increíblemente fuerte, con una capacidad admirable para enfrentar la vida, para adaptarte a situaciones nuevas, para poner cara a los problemas. A la muerte de tu único hermano, el padre mío, te convertiste en el apoyo fundamental de tu hermana de corazón, la madre mía, de esta sobrina tuya y sus tres chiquitines. A tu cariño invariable sumaste todas las muestras de solidaridad posibles, morales y materiales, cubriendo ausencias y negligencias. Lo hiciste sin aspavientos, sencillamente. Nos fuiste vital tía Anita, en todo sentido. Por eso al trascender hace ya tantos años quedaste anclada amorosamente en nuestros corazones, derrotando a la única forma de morir, el olvido, esa que nunca te alcanzará.

Estás en las remembranzas de tus ocurrencias y desafíos a la autoridad paterna en favor del inocente engreimiento de tus sobrinos; en la contundencia de tus valores y principios irreductibles cuando sentenciabas “quien a hierro mata, a hierro muere” ante la fotografía del cadáver del guerrillero y cuando igual llamabas “el Nerón de América” al dictador chileno;  en tu honestidad a toda prueba durante los largos años como cajera de la  “Renta”; en la fe en Dios que no sólo heredaste de tus padres sino recibiste como un verdadero don; en tu paciencia ante las impaciencias, en tu dulzura ante las acritudes, en tu serenidad ante los desesperados, en tu grandeza ante las miserias; en las delicadas maneras de mi hija, en la nostalgia de todos nosotros, en las lágrimas contenidas por algunos cuando partiste. De esas y de muchas otras formas, estás y seguirás aquí.

El amor que prodigaste, cual halo mágico formado por las gotas de vivencias de entrega gratuita a los demás, te habrá acompañado en tu caminar suave y a veces imperceptible por los senderos de esta vida, aligerando las cargas y tristezas, y lo seguirá haciendo por la eternidad. Hasta que nos encontremos de nuevo, te abrazo con cariño y gratitud, querida tía Anita.

4 Comments
  • diziler
    Posted at 17:58h, 31 enero Responder

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  • altyazili
    Posted at 18:41h, 31 enero Responder

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    • Gisela Derpic
      Posted at 16:51h, 01 febrero Responder

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