Gisela Derpic | Huellas
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Huellas

  • ¿Me reconoce señora?… ¿Se acuerda de mí?

               Apenas le oigo perdido en el raído overol, apenas le veo en esa esquina ófrica, casi tocando con la punta de la nariz las maderas del piso. Su ronquera y el verde casi negro de las comisuras de sus labios anuncian sin ambages su tufo cocaguardentoso. Contengo la respiración, venzo el impulso de salir corriendo y acerco mi rostro al suyo. Sus facciones están calladas, son mudas… para mí. Nada dicen esos ojillos rasgados, rojos, hundidos debajo de aquellas hirsutas cejas, iguales a sus cabellos, esa frente partida por los tajos de la cimitarra del tiempo, esos pómulos afilados o la nariz prominente. Nada me dice tampoco esa boca de trazo delgado con aquel rictus ambiguo dibujado sobre el lienzo cobrizo del rostro gacho que miro con esfuerzo. Siento escalofríos: es una vida a la que la muerte concede unos instantes.

  • Mmm… la verdad es que no, no le reconozco –en porfiado intento para encontrar vanamente sus ojos con los míos -.

Quiero terminar la charla. Me urge el ropero empotrado listo cuanto antes, después de tantos meses. También irme a disolver en el mundo laboral donde creo, siento, está mi casa.

  • Yo siempre me acuerdo de usted señora – sin moverse un milímetro.
  • ¿Ah sí? – resignada a postergar mis urgencias. Además incómoda, cual pillada en falta. No es grato que se ponga en evidencia que tu memoria falla.
  • Sí. Hace tiempo usted, su papito, su familia, vivían arriba, ¿no?, por San Martín…

San Martín. Templo de indios. El límite: hacia arriba, bajando la plebe hacia la montaña; hacia abajo, subiendo la alcurnia hacia la plaza.

  • Usted, ¿también vivía en esa zona?
  • Sí señora. Una vez mi mamá me estaba pegando con un palo… yo corría gritando para escaparme. Usted había pasado con su papá…

Se destapó la memoria. Gritos estridentes, golpes sordamente ruidosos también. Quejidos lastimeros creciendo. Aquella niña de tercer curso primario volcó la mirada hacia el interior de la casa desde el umbral de la puerta abierta. Al final de un estrecho y largo zaguán, girando alrededor de un pilón de piedra como todos los pilones de todos los patios de todas las casas construidas hacía tantos años en las tortuosas callejuelas que nacen en la eterna montaña mineral, expandiéndose por cualquier lado como tentáculos de un pulpo extraño que al devorar es devorado, en un patio luciente de árboles heroicos batallando con el frío y la altura, una mujer blandía un palo descomunal, corriendo tras un niño de corta  edad de quien provenían los gritos.

La niña apretó con fuerza la mano paterna que la asía y sin darse cuenta frenó el paso, tratando de parar.

  • ¡Es tarde, vamos hija! – jalando para retomar el ritmo del caminar.
  • Pero… ¡le está golpeando papá! ¡Haz algo!
  • Te prometo que lo haré, ahora mismo, llegando a mi oficina.

Lo hizo. Convocó a aquella madre, la reflexionó y conminó a no maltratar a su hijo, aun cuando éste cometiera faltas, incluyendo no ir a la escuela.

  • Usted le había pedido a su papito que le riña a mi mamá… ella estaba enojada por eso… – dibujando apenas una inesperada sonrisa mientras por primera vez levantó la cara para mirarme con timidez, tiñéndose de rubor sus enjutas mejillas.
  • Si pues, así fue – haciendo presente el fresco recuerdo del hecho, de las circunstancias, aunque no del niño aquel.
  • ¡Gracias, muchas gracias! – descubriendo un brillo húmedo sobrecogedor en sus ojos antes de esconderlos rápidamente en las tablas del piso de machihembre.
  • Yo le doy gracias a usted por venir a acabar este trabajo – disimulando las emociones provocadas por el hombre que daba radical importancia a un evento suscitado hacía más de cuatro décadas –. Le ruego que se apure… no tuve suerte antes porque sus colegas se dedicaban bastante al alcohol. Confío en que con usted será distinto -como quien dice nada.

Salí de prisa.Corrí, corrí,corrí, escapando como se suele hacer cuando el final no es precisamente feliz, o cuando las gotas de lluvia comienzan a caer, como ahora, anticipadas, tempranas. La rutina me envolvió, atrevida, constante. Me llevó de este a oeste, de norte a sur, y viceversa. Me dejé, por un tiempo. Luego, atrevida, constante, me rescaté. Me llevé de este a oeste, de norte a sur, en toda dirección. Remolinos arremolinados… todo el tiempo, todos los tiempos. Mucho tiempo.

Vuelvo sobre mis pasos. Son muchas lunas cavilando sobre… ¡tantas cosas! Mis ojos buscan hojas secas para pisar, me deleita ese sonido. Si hubiera más árboles y menos piedras, no todo sería el viento ululante. Habría hojas secas para pisar.

Quiero arroparme en mi rincón. Dejo el abrigo pesado, la cartera… me pongo ese saco vieeejo y me envuelvo en él. Voy a sumergirme en cualquier cosa que sea un buen pretexto para tirarme en la cama y derrotar la gelidez creciente. A lo lejos vuelvo a oír gritos estridentes, golpes sordamente ruidosos también. Quejidos lastimeros creciendo.

El ropero sigue sin terminar…

 

 

 

 

 

1 Comment
  • Roberto Soux
    Posted at 11:47h, 20 diciembre Responder

    Felicidades, hermoso cuento.
    Roberto

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