07 Ago GRANDES DIFERENCIAS
Gonzalo Sánchez de Lozada, expresidente constitucional de Bolivia, sacudió el escenario político el domingo pasado cuando publicó su propuesta de una nueva Constitución desde EEUU donde vive en el exilio hace 19 años. Se han multiplicado opiniones al respecto, dejando claro el impacto de su iniciativa que hacen de ella una invitación al debate siendo deseable que venga con base en reflexión e información.
Sin embargo, el objeto de estas líneas no es el fondo de La Constitución de Todos que Sánchez de Lozada propone. Tiene que ver con mis recuerdos de él como presidente y de las circunstancias dramáticas en las cuales fue forzado a renunciar y exiliarse. Tiene que ver con un recuento que, a vuelo de pájaro, hice en estos días respecto de coyunturas de crisis política que se han presentado en Bolivia y Sudamérica durante el siglo XXI. Por consiguiente, el objeto abordado en este artículo son los conflictos sociales como prueba suficiente de la naturaleza de los proyectos subyacentes según los medios aplicados en su desarrollo por sus promotores.
La renuncia y exilio de Gonzalo Sánchez de Lozada retrotrae a 2003, al “octubre negro”. La posibilidad de una futura exportación de gas boliviano a Estados por Chile por Chile fue el detonante principal, aunque no el único. Contexto de manifestaciones, paros y bloqueos con violencia creciente, con uso de armas contundentes, explosivos e incluso armas de fuego según se aprecia en algunos registros fotográficos, con participación importante de elementos del lumpen, casi exclusivamente en el departamento de La Paz, y acciones represivas de las fuerzas del orden contra ello.
Hubo bajas civiles y militares, en circunstancias no esclarecidas fuera de toda duda razonable. Como toda coyuntura similar, esa puso al Gobierno ante la necesidad de reponer el orden como condición de la convivencia social, cumpliendo su deber de aplicación de la violencia en los límites de la legalidad, lo cual no excluye totalmente el riesgo de afectación de los derechos humanos, incluidos el derecho a la vida y a la integridad corporal, menos aún si el nivel de violencia desplegado desde los actores sociales en conflicto es alto.
Ese “octubre negro” obnubila a “febrero negro” del mismo año, aunque no se entiende cabalmente el uno sin el otro, ni en las formas ni en el fondo. Y ninguno de ellos, ni juntos ni separados, se entienden obviando su relación con “la guerra del agua” en Cochabamba y con los bloqueos de caminos en el altiplano paceño. Sucesión de conflictos suscitados desde 2000, todos bajo el mismo modus operandi: sumatoria de peticiones para evitar la solución, y medidas de presión con violencia creciente. Ojalá con muertos, y si no, hay que procurarlos, aunque la buena fe impida a almas buenas creer que así podría ser.
Hoy día tampoco se entiende cabalmente los conflictos sociales de 2019 en Chile, de 2021 en Colombia y Ecuador, de 2023 en Perú (atención al caso de Puno) y en Jujuy, Argentina, sin considerar los conflictos suscitados en Bolivia desde 2000. Otra vez, todos bajo el mismo modus operandi: sumatoria de peticiones, sin ton ni son, y medidas de presión con violencia creciente. En perspectiva, se ve la participación de una fuerza paramilitar transnacional, con cubanos, venezolanos, colombianos, argentinos y bolivianos, en todos estos escenarios. Son escenas de la misma trama, ensayos de perfeccionamiento de la misma receta de ataque a la institucionalidad democrática.
Distintos fueron a la marcha de los indígenas del Tipnis, de 2011, por más de 900 km en defensa de su territorio ante la construcción de una carretera atravesando su corazón; la de los discapacitados reclamando un subsidio mensual equivalente a 73 dólares (508 bolivianos) que recorrió 383 km desde Cochabamba hasta La Paz, y la rebelión ciudadana de “las pititas” en defensa de la democracia ante el fraude electoral de 2019, durante 21 días.
En los tres casos, la estrategia fue no violenta. La violencia la aplicó sin justificación el Gobierno con participación paramilitar, contra la ciudadanía en situación de indefensión. Durante la gesta ciudadana de 2019, esa violencia estatal y paraestatal mató ciudadanos en Montero, Huayculi y El Alto; hirió con fuego de francotiradores y vejó sexualmente a participantes de la caravana de mineros y estudiantes en el camino Oruro-La Paz; casas atacadas y asediadas por hordas del lumpen al servicio del poder en la zona sur de La Paz, habiendo sido quemadas las de Waldo Albarracín y de Casimira Lema, así como 64 buses Pumakatari.
Cuando la Policía y las FFAA salieron a disuadir a los violentos en resguardo nuestro, dimos gracias a Dios. Hoy varios jefes y oficiales están presos por cumplir su deber, sin esclarecimiento de hechos más allá de toda duda.
Lecciones: A tales fines, tales medios: la violencia busca autoritarismo, y el autoritarismo necesita muertos para sembrar odio y resentimiento. Bolivia ha sido y es laboratorio de ese experimento. A ver si aprendemos para no volver a quedarnos ciegos.
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