Gisela Derpic | Despedida
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Despedida

Lloró tanto al saber que el avión cayó en la ruta Zurich – Moscú. Lloró más aún al enterrar aquellas cenizas en el cementerio de su ciudad, casi cinco meses después. Lloró y lloró mientras lloró, hasta que se cansó, dejando de llorar… también de reír.

No pudo perdonarle haber partido sin despedirse. No pudo perdonarse no haberle despedido cuando partió. Fue como si él hubiera muerto del todo antes de morir; ella, de a poco.

Quiso devolverle el mal. También se marchó, sin despedirse. Lejos, para darse el chance de lograr la plenitud de la muerte en otro país. Entretanto cobró las cuotas de vida que le quedaban, soñando cada noche con la tumba que quedó allá.

Ya peinaba canas y cansino se hizo su andar. Su propia voz, cascada, resonaba incesante en el silencio nocturno de su enorme habitación: “¡Tráelo, tráelo!”. Hasta que no se resistió, desandó camino y volvió, por él… o (¿Por ella?).

Menos demoró el papeleo que la exhumación. Sus ojos secos volvieron a llorar, como el día terrible del accidente que se lo llevó. Apenas pudo con la bolsa que el sepulturero puso en sus manos. Apenas disimuló la molestia que ella le ocasionó, tirándola en la maletera del taxi antes de subirse para partir.

Mientras recorría las calles de aquella desconocida ciudad natal sin apenas mirarla, su memoria se deshizo en millones de fragmentos astillados, punzantes. Sin darse cuenta estaba ya en el hotel. Suspiró aliviada. Fue entonces que se horrorizó: ¡¿Y las cenizas?!  ¡Las había olvidado en el taxi aquel!

Aviso aquí, aviso allá. Un día, dos, una semana, dos… nada. Una vez más, sin despedirse, él se marchó… ella, también.

 

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