Gisela Derpic | Ataque propio
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Ataque propio

“Estoy embarazada”. La cabeza gacha oculta a ojos vistas el carmesí de la vergüenza en el agraciado rostro adolescente. Son las vísperas sin campanas, campanas que tañeron días después en la torre de La Merced, convocando a la boda.

Once meses tardó el niño en nacer. Así Ángela supo que un beso no embaraza…  y que las “madrecitas”, mujeres amortajadas de negro, mienten. También que el matrimonio no es final sino inicio, desdichado… también. Hasta que la muerte los separe.

Cierra oídos, no escucha gritos, insultos y amenazas, sólo órdenes obedecidas sin rechistar mientras sus ojos se pierden en la nada y su cuerpo tiembla sin cesar. No se queja, no reclama bofetadas, pellizcos y patadas; susurra “sí” y “ya”, rezando por clemencia divina. Convierte sus manos, su boca, sus sentidos, sus piernas, toda ella, en arcilla para amoldarse a la necesidad (o el capricho), no de ella, no. Sus latidos marcan el ritmo del cocinar, lavar, amamantar, planchar, acunar… eso es todo.  Alumna aplicada en vano, igual con sangre aprendió y no deja de aprender… con sangre.

Martes y viernes, todos, todas las semanas, todos los meses, cinco años van. Medición minera del avance hacia el averno desde los miles de huecos abiertos en superficie por ambición. Camino difícil, de asfixia y calor, no se siente ni se piensa, no se vive ni se sobrevive. Se “está”, se “dura”. Hay que darse fuerza con la coca y con el alcohol. Tanta fuerza que luego se tiene que descargar.  Tanto alcohol que ahuyenta a la conciencia. Tanta coca que hace agigantar.

Traspiés, piloto automático, hedores y vómito, estela infernal envolvente. Fantasmas merodeando las inseguras cavidades repletas de sombras, celos y desamor, estela infernal envolvente. Escalada vertiginosa de violencia. Sucesión acostumbrada de disimulos. Una y otra vez, cada martes, cada viernes, cada semana, cada mes, en cinco años…, estela infernal envolvente.

“¡Ya no aguanto, quiero escaparme!”. “¡Es tu marido, el padre de tus hijos, no sabes hacer nada, de qué vas a vivir!”. “Es mi marido, el padre de mis hijos, no sé hacer nada, de qué voy a vivir”. Hasta que la muerte los separe.

Las penumbras avanzan disipándose hacia la alborada de un sábado grisáceo cualquiera. Los pasos arrastrados desde la farra despiertan al benjamín y su llanto sobrecogedor sobrecoge irrumpiendo porque viene del sobresalto por el súbito mal despertar. Se desata la lluvia soez inundando los oídos y el cuerpo indefenso se acurruca cerrando los ojos como siempre para sufrir, ciega y mudamente. Las manos mugrientas asestan los golpes una y otra vez, sordamente. “Ya se van a cansar, ya”. Se cansan, de golpear. De pronto, dejan vacío el moisés, llevándose al niño por los pies rumbo al patio. La mujer recupera su ser sin saberlo, después de más de cinco años, lo hace. Se pone de pie y mira. Aterrada comprende lo que la bestia pretende hacer, pues se acerca al turril que rebalsa. Toma lo primero que sus manos desesperadas alcanzan y sale corriendo detrás… Todo se nubla entonces…

Cierra la puerta, pone la tranca que puede, ella misma. Sentada en el suelo abraza sus rodillas que tiemblan esperando la claridad. Deja al niño dormido y sale, despacio como una brisa helada. Divisa el cuerpo inerte tendido en el centro del patio y se dirige hacia él rozando apenas sus pies las lisas piedras. El charco de sangre rodeando la cabeza y la vieja plancha de carbón tirada lo dicen todo. Sí, en verdad, hasta que la muerte los separe.

 

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