Gisela Derpic | A OLGA, MI MADRE
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A OLGA, MI MADRE

En un acto de rememoración consciente de los acontecimientos que marcaron decisivamente mi vida, emerge, nítida y luminosa, la hermosa imagen de Olga Salazar Rendón, mi madre, que a lo largo de su vida fue una fiel expresión del ideal femenino de su tiempo, incluyendo la belleza de su oval rostro trigueño y su silueta esbelta y delgada, de estéticas proporciones.

Afectuosa y dedicada, sobria y discreta, profundamente creyente y militante convencida del catolicismo, fue una esposa y madre extraordinaria, de tal calidad que compartió sus días en una admirable relación fraterna con la única hermana de mi padre, mi tía Anita, de la misma manera que la tuvo con sus cinco hermanas y su hermano, todos mayores que ella. Así, fue su práctica y no sólo su palabra, uno de los cinceles que formó en mi hermano y en mí los valores y los principios que siempre orientaron nuestra existencia.

Fue ella de ella de quien escuché aquello de: “si algún hombre te quiere golpear, adelántate y clávale el taco del zapato en su cabeza; y mejor te alejas, porque no cambiará”. Fue de ella de quien mi hermano escuchó aquello de: “a la mujer, ni con el pétalo de una rosa; quien la golpea es un cobarde”.  Con su catolicismo a cuestas y sin noticia de feminismo alguno.

Por ella supimos la historia de su padre, mi abuelo Rufino, hombre sensible y honrado, maestro de vocación, de aquellos que se veían obligados a vender sus sueldos por anticipado a las usureras que se cobraban por adelantado intereses de hasta el veinte por ciento, cuyos escritos han quedado en guarda del Archivo Nacional en Sucre, si no fueron ya destruidos por los “deconstructores” de la memoria y la historia a nombre de robolución. Educador entregado a las escuelas del campo con la convicción de que los agricultores deben ser educados en su medio, para el progreso de la patria y de ellos mismos, supervisor educativo del sudeste boliviano, fue fundador de las escuelas normales de Caiza “D” en Potosí y Canasmoro en Tarija.

Por ella supimos que su madre, mi abuela Eufemia, tenía tan firme carácter que cuando llegaba junto a su familia de vacaciones a los pueblos de Chuquisaca, las mujeres se anoticiaban para ponerle al tanto de sus quejas y problemas, pidiendo consejo y ayuda, incluyendo azotes a sus maridos maltratadores; tarea que ella cumplía gustosa sin que ningún hombre se atreviera a impedirle su cometido.

Mi madre tenía un buen conversar que daba cuenta de su amplio bagaje de lecturas, iniciado desde su más tierna infancia. Primero en boca de su padre amado, quien elegía los textos de la colección Araluce de tan grande aprecio con los que amenizaba cadenciosa y suavemente las veladas familiares. Después, por ella misma, siendo de su especial predilección “La gitanilla” de Miguel de Cervantes y Saavedra, “Cumbres Borrascosas” de Emily Brontë, “Resurrección” de León Tolstoi y “La repartidora de pan” de Xavier de Montepin.

A su clara inteligencia se sumaba su tan sucrense ironía, manifestada en frases cortas de puntería a distancia, incluso vocablos sueltos, de afilada precisión, equivalentes a piezas de oratoria completas. Pocos seres lucen como ella tal maestría en la conversión de adverbios en finos estiletes verbales de herida mortal, catalizadores de risas sin cesar.

De oído fino heredado por mi hermano, cantaba con voz de cabeza, quedamente, sus canciones predilectas: El cebollero, Sandunga, Un vals para mamá, Desde el alma…

Fue una compañera leal y paciente de mi padre, habiéndose avenido a su difícil carácter. Orgullosa de su capacidad intelectual y desempeño profesional como abogado sin tacha alguna, no pudo reponerse de su temprana muerte y vivió su viudez recordando el pasado durante veintiocho años y entonces exhalar su último suspiro.

Sus dos hijos, siendo apenas adolescentes, emprendimos el camino prolongado, interminable, de la lucha social por la democracia y los derechos humanos, con alta dosis de sensibilidad y espíritu solidario, con ideas de color rojo de distinto tono al influjo de sucesos y personas que se combinaron en una mezcla de poderosa influencia sobre nosotros, lanzándonos tras el paraíso en esta y en la otra vida. En cierto momento se suscitó un contexto o designio insondable en el que mi casi abdicación del rol materno por la persecución de la utopía, esa alienación que arranca los pies de la tierra y dispara la cabeza al espacio infinito, se mezcló con la entrega total, amorosa e incondicional, de la abuela Olga – y la tía Aniita, por supuesto – a sus nietos, a quienes convirtió en sus hijos. Fue una subvención sin la cual no me hubiera sido posible participar de esa gesta por la fundación de la democracia moderna boliviana en 1982. Fue su amorosa y anónima contribución a esa causa, sin saberlo conscientemente, casi sin querer; se hizo una parte de las alas con que alcé vuelo detrás de mis sueños.

A los quince años de su muerte, con la serenidad proveniente de la experiencia vivida, sentida y pensada, abrazo su recuerdo, su presencia/ausencia imperturbable por los avatares de la cotidianidad rutinaria, con el amor de hija y la gratitud de ciudadana. Con el compromiso de esforzarme para honrar su memoria, porque se lo debo.

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