Gisela Derpic | A JORGE, MI PADRE
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A JORGE, MI PADRE

13 de diciembre. 98 años de tu nacimiento. Propicio momento para publicar mi regocijo por ser tu hija. Lo hago mientras se aceleran los latidos del corazón al buscarte en la memoria una vez más papá… ¡PAPÁ! Después de cuatro décadas de tu muerte, tan prematura para ti a tus 57 años… tan prematura para mí a mis 21.

Escarbo en las honduras mejor guardadas en las recónditas penumbras mías para verte, con mis ojos de niña perdida en el suelo, echando atrás mi cabeza hasta divisar tu rostro amado luciendo tu poblado bigote de reflejos dorados de nicotina, tu nariz, aguileña y prominente, tus lentes tan gruesos haciendo difícil apreciar el verde profundo de tus iris. Estampa querida incólume ante las densas brumas del tiempo, inexorable en su marcha hacia la eternidad.

Veo las huellas profundas de tu ceño fruncido por las amarguras y preocupaciones de una orfandad anticipada, empellón suficiente hacia la lucha por la vida siendo apenas un jovencito al morir tu padre, ese enorme y bonachón croata llegado escapando de la condena del sometimiento de aquella patria suya a un imperio abusivo como todos los imperios, hasta la tierra adoptiva que le abrazó amorosamente con sus agrestes montañas, tan distintas a las playas del Adriático que jamás volvió a ver sino en sus sueños y recuerdos. Orfandad renovada a la dolorosa muerte de tu madre dejándote sin ánimo alguno de seguir viviendo, haciéndolo sin embargo para ser el padre de tu única hermana viva, descubriendo que lo tuyo eran las leyes y no los negocios. Se cumpliría la profecía gitana hecha a tu madre en la cubierta del barco que la trajo para casarse: “Tendrás un solo hijo varón, las otras serán mujeres. Será inteligente, deslumbrante”.

Sí, fuiste un ser en búsqueda insaciable de conocimiento, amante de los libros que, junto a los discos de vinillo y una modesta vivienda, formaron todo el patrimonio material dejado a tu partida de este mundo, prueba incontrastable de tu opción de vida. Esposo fiel que entregaba sus ingresos a mi madre sin cargo a rendición de cuentas. Padre muy interesado en la promoción humana de tus dos hijos, y muy poco en sus calificaciones escolares y peor en tantos actos y celebraciones en homenaje a quien sabe qué o a quién, parodias de eventos formativos. De temperamento fuerte, eras proclive a demostrar sin ambages tus descontentos, dejando tus afectos al metalenguaje del permanente compromiso, la lealtad sin medida, las miradas y los silencios cargados de caricias y mensajes, muchas veces inadvertidos generando algún vacío pues las externalidades suelen ser, sí, necesarias.

Viviste los valores y principios que declarabas: tu apuesta por la dignidad de las personas, por sus derechos, lejos de la discriminación y la condescendencia; tu opción por la justicia y la honradez; tu sentido de la vida por encima de la mezquindad del dinero, de los lujos y comodidades; tu fe irreductible en Dios. Con una religiosidad heredada de tus ancestros, sin clericalismo y sin concesiones al secularismo, opuesta a la dictadura proletaria cuyos defectos teóricos y atrocidades prácticas mostraste a quienes quisieron ver y oír. Sí, todo eso dejaste claro, con palabras y con hechos.

“Agradezco a mi padre porque todo lo que sé, se lo debo a él”, dije cuando juré como abogada. Es cierto ¿sabes?  Para empezar, te debo una gran parte de mi amplio vocabulario (incluyendo el irreverente, cómo no) y los numerosos datos de eso llamado antes “cultura general”. Me presentaste a León Bloy, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier y Etienne Gilson, a Miguel de Cervantes Saavedra, Alejandro Dumas y Julio Verne. Me pusiste al tanto de la contribución teológica, filosófica y científica de Pierre Teilhard de Chardin, “el hombre del siglo”.  Tú me hiciste leer sobre el mundo y sus problemas, me enseñaste a comprender lo que leía, a no conformarme y buscar más información. Me enseñaste a pensar por mí misma, a decir lo que pensaba. Respondiste a mis preguntas poniendo libros en mis manos, como cuando quise saber el secreto para acabar con la miseria y me entregaste “El gran ascenso” de Robert Helbronner donde descubrí un poco de eso que se llama mercado internacional y distribución desigual de la riqueza. Así supe que los bibliotecarios no eran vitrinas donde lucían tantos adornos, que tú sabías de qué hablaban esos libros y estabas listo para recomendarme cuáles podían ayudar iluminando mi camino de respuestas y preguntas. Todavía encuentro algunas notas marginales o interrogaciones en los libros que me tocaron después de la fraterna división de la biblioteca con Carlos, mi hermano único y mayor. Son mi tesoro porque yaces en ellos. Y claro, me emociona encontrar esos escritos pues vuelvo a ser la niña o adolescente, la aprendiz, y vuelves a ser tú, papá, mi mentor, mi guía.

He grabado en la memoria la primera vez que me llevaste a la feria de libros de las paulinas, en aquel saloncito de la esquina del “Santa Rosa”, mi colegio. “Anda a buscar algunos que te atraigan” me dijiste soltándome la mano para ir tú a buscar los tuyos. Después de dar varias vueltas no me interesó ninguno. “No tienen figuras papá”, expliqué descontenta. “¡De eso se trata, de que no las tengan! ¿Sabes por qué? Porque las figuras las harás tú en tu cabecita” me dijiste. Y entonces me hice de “La hija del fariseo”, “Incomprendido” y “La repartidora de pan”. Fue como dijiste: la imaginación se liberó, para siempre. Igual que cuando una noche joven cualquiera oíamos la música eterna, la clásica, y con los ojos cerrados lograbas que viera el barco fantasma y las valkirias cabalgando, la sucesión de la tormenta y la calma en la campiña pintada por la Pastoral, el feroz combate y los últimos latidos del corazón de Coriolan.

Así corriste ante mí las espesas cortinas de la ignorancia y pude ver el ancho mundo que me llamaba con sus potencialidades y reclamos. Como todo, tuvo unos efectos colaterales definitorios del rumbo de mi vida, pues quise salir al encuentro de esos llamados y encontré las puertas cerradas con los candados puestos por tus manos intentando protegerme de los peligros de ese universo revelado desde tan temprano. Elegí salir de todos modos, saltando por la ventana, con todas sus consecuencias. Tú, papá, fuiste testigo de algunas y sé cuánto dolor te provocaron; en especial aquella insensata opción por inscribirme con entusiasmo en las filas de los perfectos idiotas latinoamericanos, no tan sólo desoyendo tus advertencias, experiencia y sabiduría sino negándolas con petulancia y falta de consideración. Lo hice afirmándome ante y contra ti que aborrecías al comunismo por ser la mayor maquinaria de dominación, explotación y muerte incluso de los propios obreros y de cualquiera, ¡a nombre de los proletarios! Caí embelesada ante el mito de ese comandante derrotado, inspiración de tantos jóvenes a marchar decididos al encuentro de la muerte en la sinrazón de una aventura guerrillera de muy triste memoria.

Te pido perdón desde el fondo de mi alma, movida por el arrepentimiento más sentido papá; lo hago sobre la base de una conversión activa que comenzó al golpear en mi cabeza y mi consciencia el muro de la vergüenza cayendo finalmente a pedazos en 1989, prueba suficiente de que a golpes a veces se aprende. Entonces volví a correr las espesas cortinas para ver, sacudí el polvo y las telarañas, saqué fuera de mi entorno a los manipuladores y me deslumbré comprobando que entre el negro y el blanco hay muchos colores, cada uno con varias tonalidades, que todo depende del cristal con que se mire y desde donde se lo haga. Que el punto de partida y el de llegada no son otros sino los principios inherentes a nuestra propia naturaleza humana. Comprendí que los medios justifican los fines, que la democracia es medio y es fin, que toda revolución deriva en autoritarismo y por eso la vía es la reforma permanente, desemboque del diálogo constructor de los consensos. Ha sido y es un largo e interminable caminar, salpicado de novedades y sorpresas, de encuentros y reencuentros, llano y escarpado, dulce y amargo; un caminar incesante, sereno y feliz. En él me he liberado, ¡me sigo liberando!, en mi nombre y en el tuyo también, para siempre, sin importar quienes y dónde se hayan apoderado del poder y con cuanto autoritarismo lo ejerzan; prosigo la lucha, igual que tú, enfrentado en solitario a la camarilla comunista moscovita, dueña de la universidad de Potosí.

Sé que en tu juventud tuviste tiempos de juerga y diversión, no fuiste ningún santurrón. Te apasionaba el fútbol, habiendo sido arquero y locutor deportivo. Hiciste teatro en la Acción Católica y en las célebres veladas bufas de la Facultad de Derecho, revelando una vena presente en dos de tus nietos. Cuando te conocí, ya eras metódico y austero. Cada cosa en su sitio y cada actividad en su horario. Ahora mismo, 10 de la mañana de un domingo cualquiera, estarías en la misa y después, poniendo flores en el cementerio. Al volver a la casa tomarías un aperitivo para proceder a almorzar, no creo equivocarme, un consomé y uno de los platillos que tu madre preparaba, y la mía, compañera fiel tuya hasta que se marchó a tu lado después de 28 años de espera en testimonio de una relación como pocas, aprendió gracias a la Anasta, de cariñosa memoria, esa fiel mujer del pequeño pueblo de Maragua que fue cocinera en tu casa a durante tantos años y nunca dejó de visitarnos hasta que murió. En la tarde oirías la transmisión de los partidos de fútbol de la Argentina, en especial si tu cuadro favorito, River, jugara. Más tarde habría música sonando en el pick-up… La escucho, ¿sabes?, me transporta en el tiempo y el espacio.

Rasga el silencio el nostálgico bandoneón de Troilo quejándose o acompañando emotivamente a Edmundo Rivero con “la ñata contra el vidrio” de aquel Cafetín de Buenos Aires y los prolongados silencios de D’Arienzo en La Cumparsita y Felicia. Sucedieron al Temps des Fleures tembloroso en el acordeón de Joss Baselli y a la inolvidable Morgen de Bert Kaempfert. Se anticipan a los vaivenes del Poeta y aldeano de von Suppé, a la caída de la cabeza de Egmont en la obertura de Beethoven, en espera del dramático Réquiem de Mozart, preludio de la Oda a la Alegría, cierre maravilloso de la Novena Sinfonía. Acompañaron el recorrido necesario por los senderos de tu vida, algunos de los cuales estuve a tu lado. Llenan ahora el ambiente desde donde escribo estas palabras.

Quedan pendientes unas tareas amorosas, postergadas inexplicablemente y sin justificación alguna: la publicación de tus escritos, la reconstrucción de tu visión de la vida y de la muerte, de la persona, de la sociedad y del estado. Comprometo esforzarme porque al hacerlas no sólo reencontraré tus fuentes de inspiración y, seguro, las mías, sino que tu presencia se acrecentará en los días y las noches que aún me tocan por vivir.

Con ese fondo musical resonando en mi corazón me despido abrazando tu memoria con toda la fuerza posible, con amor y gratitud, entregándote los únicos regalos que tengo para darte: esta vida mía bien vivida con un haber por mucho crecido y las muchas desilusiones y caídas superadas, todo gracias a la fuerza interior que despertaste en mí siendo como fuiste, y mi promesa de seguir adelante, firme y segura, echando semillas al viento sin preocuparme de la cosecha segura que habrá, esperando el momento de volver a estar juntos.

¡Hasta siempre papá!

6 Comments
  • LUIS BREDOW
    Posted at 13:55h, 16 diciembre Responder

    Que hermoso Se lee como un plan educativo, con biblografia y experiencias.

  • maseczki z filtrem
    Posted at 09:52h, 27 diciembre Responder

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    • Gisela Derpic
      Posted at 01:16h, 02 febrero Responder

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    • Gisela Derpic
      Posted at 01:15h, 02 febrero Responder

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    Posted at 03:26h, 03 enero Responder

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